VI

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Algo extraño había pasado en casa de los Wells, Jessie nunca había visto tan serio al sheriff. El viejo Douglas Ohcumgache había conseguido dar con el rastro del sospechoso, y si lo que decían de él era cierto, no pararía hasta dar con su presa.

Douglas tenía sus propios métodos de investigación, aunque Jessie sabía muy bien que nada tenían que ver con el reglamento de la academia; tenía experiencias al respecto. La primera vez fue con un tipo jamaicano que intentaba usar la Gran Avenida para extender su negocio de drogas. Al pobre mafioso lo hospitalizaron en coma después de quitarle de encima doscientos kilos de su «mejor material». Caso cerrado.

Las demás anécdotas formaban una larga lista de maleantes y asesinos puestos en la cárcel, todos habían firmado una confesión de sus crímenes después de mantener una charla a solas con el indio.

El coche de policía se puso en marcha. Un nuevo aviso desde la central abría una nueva vía al caso. Alguien había roto los cristales de las oficinas del museo y hecho saltar las alarmas, el lugar de trabajo de la sospechosa. Tenía toda la pinta de tener alguna conexión.

La luna iluminaba el museo cuando la pareja de agentes llegaron al lugar, rodearon el edificio y se dirigieron al aparcamiento de oficinas a toda velocidad. El coche derrapó llevándose por delante a varios animales que le hicieron perder el control. La puerta trasera de servicio, que daba a la zona de estacionamiento, estaba plagada de gatos. Los había de todas las razas y colores.

—¡Que el Diablo me lleve! —exclamó Jessie abrochándose el chaleco antibalas—. Parece que el Flautista de Hamelin ha dado un concierto de los suyos.

—¡Allí está la mujer! —dijo Ohcumgache. Quédate en el coche y ni se te ocurra llamar a la central.

El sheriff, sin decir una palabra más, salió del vehículo empuñando una recortada. El primer disparo cayó sobre el tumulto de orejas afiladas. Con movimientos mecánicos, el sheriff recargaba el arma y disparaba una y otra vez abriéndose camino a golpe de cartucho. A medio camino de la puerta, sin darle tiempo a reponer la munición, una oleada de gatos derribó al sheriff, haciéndolo desaparecer.

En ese instante, salió un muchacho cubierto de polvo blanco de las oficinas. Un chorro de niebla química lo rodeaba alejando a la jauría felina de su alrededor. Detrás de él, una mujer armada con una lanza africana le cubría la retaguardia.

Jessie, que aún permanecía en el interior del vehículo, desenfundó su pistola y se parapetó contra el lateral del coche. Delante de ella parecía hervir un volcán rabioso a punto de estallar.

El rugido de furia comenzó como un murmullo desde el interior de la montaña de animales y fue creciendo haciéndola tambalear. De entre la manada surgió el sheriff lanzando gatos por los aires, su figura había cambiado; no parecía humano. Se había transformado en una bestia mitad lobo y mitad pesadilla, aulló con frenesí irguiendo su cuerpo sobre los cuartos traseros, apuntando con su hocico ensangrentado la luna llena.

 El potente aullido puso punto final a la batalla. Los gatos, enloquecidos de miedo, se perdieron entre las calles y los tejados colindantes del museo. Solo una alfombra carmesí de entrañas apiladas rodeaba a aquella criatura imposible.  

Douglas Ohcumgache, o en lo que se había transformado, vestía el uniforme de agente de la Ley hecho trizas. Sus ojos amarillos lanzaban destellos de furia buscando a su alrededor y una fila de colmillos rechinaba bajo la presión de su mandíbula. Su olfato, ahora mucho más desarrollado que en su forma humana, pareció percibir algo extraño en el ambiente, un hedor familiar, repulsivo. El lobo había encontrado a su presa.

Las brujas de Ichabod Creek. La raíz podridaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora