La despertó suavemente al amanecer. Y se congeló a ver lo que su pelo ocultaba la noche anterior. Un ojo morado. Un labio partido.
No quiso mirar más. No quería saber si debajo de la ropa había otros golpes.
La chica parpadeó y sonrió tímidamente.
- ¿Quién te ha pegado?- Preguntó, y se odió porque no debería hacerlo.
Dormir así estaba bien, era la cota de contacto humano que necesitaba. Pero la noche, junto con la tormenta, acababa, y ellos se despedirían hasta la próxima. No debían hablar más.
Ella miró abajo avergonzada. Se encogió de hombros. Salió de la cama y él temió que por haber preguntado de más, no volviera.
Pero no la retuvo, no se disculpó. Fingió que no notaba su ausencia mientras ella se iba alejando.
Evana llegó a su casa y apartó la madera para poder pasar. Su hermano se había enfadado tanto cuando vió la puerta arrancada que la golpeó. Le avergonzaba contárselo a él, que supiera lo débil que era (más todavía de lo que ya debía pensar que era). No se conocían, pero al menos durante el tiempo que durase una tormenta, era la única persona que cuidaba de ella, que la protegía. No quería que eso cambiase. Aunque había sido él quien tirase la puerta abajo, su hermano no tenía por qué saberlo.
Volvió a dejar caer la madera sobre el marco, intentando que se mantuviese lo más estable posible. Caminó por el frío suelo y se metió en su cama, de nuevo. ¿Podía sentirse aquel camastro menos suyo, que la cama del piso de al lado? ¿Cómo podía estar tan fuera de lugar en su casa, que en la de alguien cuyo nombre no conocía?
Quería hablar con alguien, con alguna amiga. Con su madre, aunque ella ya no estaba. Pero no tenía como, ni con quién. ¿Y qué les diría? "He conocido a alguien, no sé quién es, no sé qué quiere, pero duermo en su cama".
Nadie se creería que no le había tocado. Nadie se creería que solo dormían. Nadie creería nada, nadie debería saberlo.
Si su hermano se enterase, creería que es una puta. Le pegaría. Y quizá la obligaría a ser aquello de lo que le acusaba.
Él ya no era el chico que conoció. Nunca habían sido muy cercanos por la diferencia de edad. Él era mejor cuando estaba en casa. Sólo fumaba, ayudaba a veces. Se duchaba.
Ahora se drogaba y llegaba de día al apartamento. Solo había una cama así que ella se levantaba y le dejaba que se echase allí. Había vendido todo lo que pudiera haber de valor, incluido el teléfono de Evana cuando llegó. Estaba vacío por dentro, un cascarón sin alma.
A veces ella conseguía escatimarle algún dinero cuando le mandaba a la compra y podía conectarse en un locutorio para hablar con sus amigas. Pero eso era todo.
¿Y si ese abrazo nocturno era todo lo que tenía? ¿Y si dejaban de darle miedo las ciudades cuando llueve?
ESTÁS LEYENDO
Las ciudades cuando llueve.
RomansaLlovía, mucho. En una pequeña habitación, fría y oscura. Sola, y lejos de casa, lo que menos quieres es oír la gran tormenta ahí fuera. No, cuando no puedes sentirte segura, no, cuando no puedes sentirte a salvo. Pero al parecer alguien puede escuch...