PERDONA MI GRAN ERROR. CAP 22.

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—No puede ser cierto —susurró Terry, como si el hablar en voz baja le fuera a dar a la noticia que acababa de recibir el toque de lo irreal —. No, no puede ser Albert, ¿porqué? —Pregunto antes de darse cuenta de lo estúpido de sus palabras— quiero decir, nunca lo dijiste. Albert se encogió de hombros como diciendo; nunca me lo preguntaste.

A través de un pequeño hueco entre las cortinas de la mansión, Candy vio llegar a los invitados. Al otro lado de la enorme carpa había un cuarteto de cuerda que tocaba a Mozart mientras varios aspirantes a actores pasaban bandejas de canapés, representando el papel de camareros serviciales.

—¿Estás bien, Candy? Ella esbozó una sonrisa.

— Oh... Annie. Estás hermosa. No sabes lo feliz que me siento por ti. -—Annie sonrío, aunque Candy vio que una lágrima salía de la pupila de su amiga. —No, no. Nada de llorar, este día es para que sólo salgan de tus labios sonrisas.

—Candy... —Fue todo lo que pudo decir Annie.

-—Vamos que hay un caballero que te espera en el altar.

En la cabeza de Terry se formaron preguntas, pero eran muchas que cuando abrió la boca para decir algo más, las palabras se le habían quedado atoradas en la garganta...

Entonces…

Dios Santo, la vio y él perdió la cabeza por completo. Los focos los candelabros la adoraban, y hacían brillar lentejuelas y ondas brillantes de color dorado, e iluminaban su pálida garganta cuando ella giraba la cabeza o sonreía abiertamente. Tenía una sensualidad pura, sostenía una copa como si fuera un amante, movía el cuerpo con movimientos sensuales. Él nunca había visto a nadie como ella. Y su belleza solo era una parte. Lo que ella tenía era un enorme corazón… Eso era lo que realmente le había conquistado. Su sonrisa era grave y sexi. Él se había quedado al final de la carpa, mirándola como si fuera un admirador, pero uno que seguía enamorado, creyendo con toda su alma que ella sonreía solo para él.

Al terminar la ceremonia la realidad había sido como un cubo de agua fría: con una rápida mirada a su alrededor, había constatado que todos los hombres la miraban a Candy. Desde ese momento el demonio se apoderó de su alma y recordándole que ella ya no era suya, no le había importado otra cosa que acercarse a ella y dejar claro, públicamente, que era suya, pero no lo era, se repitió. Sentía la rabia y quería derribar a todos los tipos que la miraban. De pronto imagino que Candy había estado enamorada de ese tal Anthony, ¡Acaso ella no lo había terminado, por qué no estaba lista para una relación? Ella misma lo había dicho. Con esos pensamientos protegió con un caparazón a sus sentimientos, y su mirada se volvió dura y fría como el hielo.

Candy aún no había notado su presencia y él no había dejado de seguirla con la mirada. Los invitados pasaron a sus respectivos lugares, donde los banquetes serían servidos. Y entonces.

Ella lo miró. y parpadeo, luego quedándose paralizada, luego feliz, y luego horrorizada, pero no pudo seguir con sus expresiones, por que leyó en sus ojos entrecerrados una ira contenida, se lo decía su mandíbula encajada y sus manos convertidas en puños, describiéndola sin miramientos como una mujer materialista y casquivana a la que, sin dudarlo, detestaba. Y lo hacía con cada una de sus expresiones, faciales, para que supiera de primera mano a qué atenerse. No le importaba saber si ella tenía algo que decir o no, la dejaba de lado de un modo miserable porque estaba segura que no creería su banal excusa para decirle cuanto se pudiese arrepentir. Para Terry ella no tenía temas pendientes, estaba segura. Desquiciada por una verdad que la abrumaba y que hacía que se sintiera sucia y despreciable, se levantó, arrojó la servilleta junto a su plato casi sin tocar y abandonó la mesa. No podía permanecer un segundo más delante de ese hombre viendo en su mirada tantas acusaciones o se derrumbaría. Y si de algo estaba segura, era de que su orgullo no le permitía hundirse ante nadie.

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