Cap. 3

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Resoplando vapores de aire seco, caminaron contra el gélido viento en plena madrugada. Gracias a la baja temperatura, apenas y podían sentir las piernas.

La comisaría resultó quedar bastante lejos de su departamento compartido. Lastimosamente, tuvieron que ir a pie con el frío colándose hasta por los huesos.

—¿Por qué coño no compraste un coche... en vez de gastar lo poco que nos sobró en porros? —Exclamó el de traje. La helada le había congelado las manos y no podía moverlas—. Estoy hasta la polla de deambular sin rumbo.

—¡¿Pero qué dices?! Tengo por seguro que más tarde no dejarás ni las cenizas, cabrón. —Horacio le apuntó de manera acusatoria mientras se burlaba.

Doblando en una esquina, alcanzó a ver al hospital en la lejanía—. No debe quedar mucho.

—Más te vale —intentó calentar sus extremidades, fallando miserablemente—. Con toda esta horrible caminata se me ha fruncido el culo.

El frío era una mala suma para un Gustabo frustrado y con ganas de calor. Además de estar congelándose los testículos, Horacio le echó del departamento sin darle la oportunidad de tomar una chaqueta.

Comenzaba a molestarse con Horacio y consigo mismo. El no haberse puesto firme ante su osito le hervía la sangre. —A lo mejor te apuñalo en medio del pecho. —Soltó la conminación matutina.

Continuó quejándose y amenazando a su amigo, quién negó con la cabeza y no detuvo el paso.

—Tranquilo Gustabo... Casi llegamos —rodearon al hospital del centro y Horacio aceleró su andar—. Oye. ¡Ahí es! Creo... Veo algunos coches de policías estacionados en frente. ¡Apresúrate!

Gustabo suspiró de alivio y le siguió en un trote suave. Le dolían los pies como si no hubiera un mañana, y ni hablar de sus queridos dedos. Casi no podía moverlos por lo entumecidos que estaban.

Horacio entró rápidamente al establecimiento, golpeando fuertemente la puerta contra el vidrio. García rogó internamente de que no se haya cristalizado o algo peor.

Con el celular en mano y el Twitter abierto, comenzó a gritar. —¡AGENTES! ¡Nos han amenazado, necesitamos vuestra ayuda! ¡¡QUIERO DENUNCIAR!!

Razonablemente, no había ningún alma paseando por los pasillos de comisaría. Eran las tres de la madrugada y muchos estaban fuera de servicio, descansando como debía ser en sus casas.

—Horacio, creo que aquí no hay nadie. Deja de gritar, macho —colocó la mano congelada en su hombro—. Me sorprendería que no vinieran al instante con todo el escándalo que haces.

—Pero Gustabo, si nos vamos ahora, ¡Nos van a pegar un tiro en la frente apenas cruzar esa puerta! —Exclamó señalando con su dedo acusador hacia la salida—. Y yo prometí que no permitiría que eso te pase a ti.

El rubio sintió el comentario como una suave caricia a su soberbia, ocasionando que olvide el anterior enojo que le había afectado.

—Tiene que haber alguien por aquí. Tal vez no me oyeron. —Liberó la mano que le mantenía en su lugar para luego correr por los pasillos—. ¡AGENTES! ¡¿AGENTES?!

Aquel enrojecimiento que picó en sus mejillas desapareció al instante, trayendo consigo una vez más el enfado y su característico desdén.

—La puta madre que lo parió. Lo voy a matar. Le llegan a fichar corriendo por aquí y me lo encierran al tonto. —Persiguió a Horacio, preocupado en que algún oficial apareciese de la nada y le arrancase la cabeza.

Iban subiendo los escalones mientras el de cresta seguía gritando.
Es increíble que no anduviera nadie por el establecimiento, tal vez el personal escasea por las noches... O probablemente, estén rascándose el escroto en sus casas.

Un estruendo contundente proveniente del piso inferior les sorprendió a sus espaldas. Fue potente, ruidoso y lo suficientemente aterrador como para hacer callar a Horacio y ponerle los pelos de punta a Gustabo.

Ambos se detuvieron al final de las escaleras en un silencio inquietante, intentando escuchar alguna otra señal de advertencia.

Como era de esperarse, más ruidos a tan solo unos metros de ellos hicieron presencia. —Pero... ¿Qué cojones? —Susurró el de traje a medida, completamente anonadado y acojonado.

Horacio miró de reojo las escaleras, tratando de encontrar algún movimiento en la planta baja. —Gustabo... Creo que deberíamos bajar. —Carraspeó consternado.

García abrió la boca para contradecir a su compañero, pero se vio interrumpido nuevamente. —¡Solicito 10-32 en mi 10-20! ¡YA!

Una voz grave, profunda y rasposa gritó desde las puertas de comisaría.

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