Capítulo VIII

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Capítulo VIII

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Capítulo VIII

Cuando el despertador sonó esa mañana, Steve no lo apagó de un manotazo malhumorado como hacía siempre. Se volteó en la cama, sonriendo y lo apagó con cuidado, sentándose en la cama mientras estiraba su espalda. Estaba feliz. Completamente feliz. Se revolvió el cabello con ambas manos antes de levantarse de un salto y dirigirse silbando rumbo al baño. Su madre, lo escuchó silbar en la habitación contigua y rio bajito, levantándose también. Ella sabía lo que eso significaba. La primera vez que escuchó silbar a su marido fue el día que le confesó que estaba enamorado de ella. Silbaba el día que le pidió matrimonio y el día en que se enteró que sería padre.

Steve silbaba porque estaba enamorado. Su corazón de madre se estrujó, pensando en todo lo que conllevaba ese hecho. Su niño ya era un hombre, y seguramente se alejaría de su lado para ir tras la muchacha que le había robado el corazón. Sólo esperaba que fuera una buena chica, decente y que no lo hiciera sufrir. Que pudiera hacerlo feliz y darle todo lo que ella no podía. Le preparó el desayuno con especial esmero esa mañana y cuando él bajó las escaleras hacia la cocina, la sonrisa que llevaba se hizo más amplia. Su hijo se le acercó por detrás y la abrazó antes de dejar un beso en su mejilla, mirando los panqueques rellenos que lo esperaban en su plato.

– ¿Por qué el desayuno especial, mamá? – preguntó, sentándose a la mesa.

– Porque quiero comprar información– respondió ella, sentándose frente al muchacho. Él sonrió por lo bajo, comenzando a comer. Sabía lo que eso significaba.

– ¿Qué quieres saber, curiosa madre mía?

– Quiero nombres, Steven. ¿Cómo se llama ella? ¿Es bonita? ¿Cómo la conociste? – Steve se echó a reír y negó con la cabeza. Eran tres preguntas y tenía tres panqueques en el plato. Bien, era un trato justo.

– Se llama Natasha Romanoff, es completa y absolutamente hermosa y la conocí en la escuela– respondió, sin siquiera inmutarse por soltarle aquella información a su madre.

La relación que ellos tenían era de completa complicidad y jamás le había escondido nada. Ni siquiera el hecho de que fumaba o que se escapaba de las clases. Sarah Rogers lo veía como una etapa, la adolescencia era una edad difícil y por ello le daba su espacio y lo dejaba ser, a cambio de que él no le escondiera nada. Sabía que su hijo era un buen muchacho, que tenía un corazón enorme y estaba segura que algún día, más temprano que tarde, dejaría los malos hábitos y haría algo importante con su vida. El sonido del teléfono interrumpió su amena conversación.

Sarah se levantó de su asiento y levantó el auricular. Del otro lado de la línea, una muchacha que se presentó como Natasha, lloraba. Y ella supo que algo estaba muy, muy mal. Se dirigió a la cocina y llamó a su hijo. Él se levantó con rapidez y prácticamente corrió al teléfono. Sarah contempló como la mandíbula de su hijo se tensaba.

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