II - Dos pasos.

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Ese hombre de ahí que está tirado en la calle me observa.

Lleva una campera roída y sucia, una mueca de dolor y una expresión psicópata. Llamo la atención de mamá, pero ella solo sigue enfrascada en su teléfono celular.

Vuelvo mi mirada al señor y este se tira en el piso sucio con una botella en su mano. Pelo sucio y un olor que no me deja respirar bien hacen que la sangre circule más espesa.

¿Cuántos metros nos separan si está del otro lado de la calle?

Las palpitaciones aumentan y una lágrima moja toda mi mejilla, marcando una cicatriz más que no se puede arreglar. Tantas lágrimas y tantas cicatrices sin solución, cada vez más.

La tía Jenn me escribió una carta una vez, consolándome. Todos dicen que está loca, pero ella es la única que entiende que soy un niño normal e inteligente. Ella me contó que sus lágrimas también arden, al igual que las mías.

Tenemos un secreto, dijo un día.

«Somos dragones, querido sobrino. Nuestras lágrimas son de fuego... Ellos nos tapan la boca y nos taponean nuestras mentes, cortan nuestras alas. Y como dragones, nuestro destino es volar. Nuestras alas viven en esa parte del cerebro al que todavía los médicos no han llegado y por eso es que se te ocurren tantas cosas todo el tiempo. Yo tampoco me puedo quedar quieta, ni dormir. Y tengo muchas cicatrices del fuego que se fuga... Si solo nos dejaran abrir la boca y soltarlo todo, seríamos tan felices».

«Pero, tía. Mis alas siempre me imaginan de esa manera... Tu sabes. Mamá las odia».

«Mi querido, ese es el fuego que las hace volar hacia los lugares más oscuros de tu mente. No les deja espacio para poder crecer y expandirse. Pero no puedes apagar la hoguera y no puedes matar tus alas. La única manera es sacar afuera tu fuego».

dragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora