El Invitado Especial

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Los dedos de Hilda tamborileaban sobre la base de aquel ennegrecido caldero, como queriendo imitar el redoble que antecede a un fusilamiento. Se movía de un lado al otro en la cocina hace ya varias horas su impaciencia le había dado paso a la ansiedad. El invitado especial no llegaba y eso que ya la fiesta había acabado y de ella solo quedaban a modo de recordatorio una columna de platos deseosa por besar el techo de la cocina. Un reloj de pared, casi tan viejo como la propia Hilda, apenas marcaba las ocho de una nublada mañana.

El único familiar con que contaba la anciana la miraba fijamente. Hilda recordaba y la añoranza por aquellos confusos recuerdos que se disipaban cada vez más en su mente la sobrecogía, mas no lloraba; el paso del tiempo ya había secado irremediablemente sus ojos. Recordaba aquellas noches, los tejados de Celeste, las luces prendiéndose a su paso, ella inatrapable para cualquier hombre y la sensación de terror que bien sabía provocar ante las mujeres temerosas por sus esposos o por sus hijos. ¡Que divino antojo por su juventud! Pero el roce de Morgan la sacaría de las nubes, de sus recuerdos. Ya el reloj en la pared marcaba las nueve y cuarto de la mañana, era la hora de desayunar; sin palabras Morgan se lo anunciaba. De entre los trastes sucios, Hilda agarró un cuchillo, sacó una lata del estante donde guardaba los víveres y con un seguro y grácil movimiento decapitó a su único familiar, ya nada la ataba.

Aunque no estaba segura, su invitado solía ser muy quisquilloso debía prepararse.    Para las nueve y cuarenta minutos la montaña de platos había desaparecido casi por completo. Hilda, impaciente, volvía a retomar sus recuerdos, a elevarse, sus pies descalzos notaron que el piso se ponía algo pegajoso. Sabía que olvidaba algo, pero no qué era, ya los años se le hacían demasiado pesados, las horas aterradoramente cortas. Los felinos ojos del difunto parecían seguirla a todos partes llenos de vida. Para ese entonces los dedos de Hilda azotaban con un frenesí incontrolable lo que fueron sus exuberantes muslos. Puso su ennegrecido caldero sobre el fuego y sumergió en este la cabeza de su gato, aún maullaba. Su invitado llegaría tarde o temprano. El cuerpo sin cabeza se movía en su dirección: una señal. El reloj señalaba las diez en punto, las nubes se marchaban del cielo gris, el resplandeciente sol al fin les sonreiría a todos, porque aquel que sega las almas y planta nueva vida ya venía a por La Bruja de  Celeste.

Relatos del concurso GeschiChten Awards 2020Donde viven las historias. Descúbrelo ahora