La Creadora de Ángeles

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¿Acaso Dios nos da la libertad como salvación?
¿Acaso Dios nos da la libertad como perdición?

Llovía, las gotas se estrellaban con tanta intensidad sobre el suelo reseco que al parecer el cielo se empeñaba como un maniaco de la limpieza, en eliminar cualquier resquicio de salitre que la brisa marina hubiese colado entre las intermitentemente adoquinadas calles de Celeste y a su vez le daba nueva vida a todo lo que parecía muerto. Pero ella no lo notaba, su espacio era distinto a todo lo que sucedía afuera. Se hallaba rodeada de recipientes de cristal con las más delicadas formas, que a intervalos reflejaban las intensas, aunque momentáneas luces que prendían el cielo. Hilda no le tenía miedo a la tempestad que rugía fuera, va y era parte de ese personaje que había creado, él iba en contra de cualquier estatuto impuesto por las supersticiones casi pueblerinas de Celeste, o por ese halo de rebeldía y despreocupación que arropa a la juventud. Quién sabe si esa misma fuerza le había impulsado para lograr escabullirse dentro del hospital y aguantar más de dos horas escondida dentro de aquel estrecho escaparate de laboratorio hasta que todo quedara despejado. Unas gotas del caos que sucedía afuera las cuales se escurrían por una de las ventanas, sacaron a la joven de su trance y se dio cuenta, efectivamente, llovía.

Atravesó uno de los largos pasillos que colindaban con el patio, luciendo sus gráciles movimientos, sin dudas destacaba, aunque nadie de entre la poca gente que no se había ido a refugiar por la tempestad parecía notarla. Tenía su objetivo claro, sin mucha dificultad logró encontrarlo y lo tomó en brazos. Ya había dado los primeros pasos fuera del hospital, cuando la primera enfermera se dio cuenta de lo sucedido.

Tal parecía que la tormenta que caía afuera se hubiera trasladado adentro del hospital, no era para menos, alguien se había llevado al hijo recién nacido del alcalde. En cuanto los gritos de la enfermera comenzaron a correr por todo el pasillo, se desencadenó un efecto dominó, rápidamente todas las personas se agruparon a su alrededor, nadie entendía nada, era como si de agolpe todos despertaran de un lapsus, una pérdida de tiempo multitudinaria, al instante siguiente el gentío se dispersó en todas direcciones, una búsqueda frenética por el hospital, claro está sin ningún resultado. Las habladurías estallaron al instante, en todas formas y colores:

–Ahora al parecer también se pierden niños en esta ciudad. Le comentó una señorona tranquilamente sentada.
–Quien sabe cuánto pedirá de rescate el secuestrador. Le respondió otra vieja cacatúa sentada a su lado.
–Y adivina con los impuestos de quien lo van a pagar…
–En fin, este intento de ciudad se hunde poco a poco. No sabía cuánta razón llevaba aquella vieja hurraca.

En el interior de aquel hospital, estaba sucediendo un verdadero huracán. En la única habitación donde se mantenía la paz, se encontraba quien sería conocido como el hombre con peor fortuna de todo Celeste. Francisco Laguna no pensaba en futuras elecciones, impotente, solo observaba desde el otro lado del cristal como su esposa se marchaba de a poco, a un lugar quien sabe si mejor, la impotencia lo convertía en un muerto viviente, el cual solo mantenía sus ojos con vida, escudriñando la escena buscando la esperanza en alguna de sus retorcidas formas. Cuando entró el mismísimo subdirector del hospital en la antesala de terapia intensiva, todos comprendieron que debía estar ocurriendo algo realmente importante, bueno todos menos ya saben quién.
Cuando recibió la noticia el señor Laguna no produjo el grito sordo que cualquiera esperaría, la conmoción no lo noqueó, sino al contrario, tuvo una feroz y ágil reacción digna de un campeón de boxeo, luego de esto sostuvo con fuerza al vicedirector del hospital por una de sus mangas, y partieron como alma que lleva el diablo rumbo a la estación de policía.

Para ese entonces Hilda ya se encontraba atravesando las intrincadas y estrechas calles de la ciudad, a paso ligero y apacible, como si despreciara la fuerza con la que la tormenta azotaba. Luego de presenciar su primer relámpago, el niño que cargaba en brazos dejo de llorar, quien sabe si aterrado o fascinado. A ambos lados de la calle el agua corría cuesta abajo, sin más explicación Hilda miró al pequeño a lo profundo de los ojos y, comenzó a hablarle:

Relatos del concurso GeschiChten Awards 2020Donde viven las historias. Descúbrelo ahora