1ª PARTE - Capítulo 1

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          Mi casa se ha convertido en una caja de hormigón sedante. Todo está a oscuras, a excepción de la luz parpadeante del televisor. Me estiro en el sofá y cojo el mando a distancia. Hago zapping durante un minuto y dejo una serie de los noventa que ya he visto unas cien veces. Mis padres han salido hace más de dos horas. Están celebrando su aniversario en uno de esos restaurantes con platos grandes y comida pequeña. Nunca le he visto el sentido a esos platos remilgados, a los que les sobra porcelana y les falta pan y salsa. Tan pronto Clara se enteró, decidió planear la noche. «Un poco de comida basura y una peli de terror nunca deben despreciarse», dijo. Pero no va a venir. Su madre no le deja salir de casa si el sol se ha puesto. Son horas intempestivas, según ella. Asegura que nada bueno puede suceder más tarde de las nueve de la noche.

El cielo ruge y la calma desaparece por unos segundos. Se acerca tormenta. Bien, me gusta el ruido de la lluvia, me ayuda a dormir. Me remuevo sobre el sofá buscando mi postura. Chilla el teléfono fijo y doy un respingo. ¿Quién usa el teléfono fijo hoy en día? Me levanto y me arrastro hasta el maldito aparato.

–¿Dígame? –pregunto con el auricular pegado a la oreja.No responde nadie al otro lado–. ¿Hola? ¿Hola? –cacareo. Intuyo una débil respiración–. ¿Clara? Como seas tú... ¿Hola? ¿Clarita? –sigo.

–¿Ava?

–Sí, ¿quién es?

–Cariño, soy mamá. Te llamo desde el restaurante. Vamos a llegar un poco más tarde. Por lo visto han cortado la carretera por la tormenta.

–Oh, vale. Pensaba que...

–¿Estás bien? Por aquí llueve muchísimo.

–Mamá, es una tormenta, no el fin del mundo.

–Intentaremos tardar lo menos posible.

–Sin problemas, mami. Adiós, pasarlo bien –me despido dulcemente antes de colgar. 

Miro el reloj, son casi las doce de la noche y me rugen las tripas. Me preparo unas palomitas en el microondas, un batido de chocolate y un bocadillo de cacao, y vuelvo a tirarme sobre el sofá. Busco la película que Clara y yo íbamos a ver y le doy al play. Viernes trece. Me encanta. Me arropo con la manta de Rue y doy cuenta de un puñado de palomitas de maíz. Rue se acerca a mí, moviendo el rabo.

–¿Qué quieres? –le pregunto. El pequeño cachorro de pastor alemán pega un salto y me estruja la barriga–. ¡Rue! –Me retuerzo mientras sigue moviéndose. Me mira con los ojos grandes y vidriosos y me lame la cara–. ¡Qué asco! –espeto. Rue se desliza hasta mis pies y se hace un ovillo–. Vale, vale...Pero solo hoy, Rue, cuando vuelvan papá y mamá te vas a tu cama –le informo seriamente. Esta gran bola de pelo fue un regalo por mi catorce cumpleaños. O eso va diciendo mi padre por ahí, pero lo cierto es que era él y no yo el que llevaba años suplicando por una mascota. Yo solo era la excusa perfecta.

El cielo ruge de nuevo y descarga toda su furia. Un rayo enciende la habitación.

–Vaya, ese ha sido un buen rayo, ¿eh? –El pastor alemán resopla y cierra los ojos con indiferencia.

Saltan los plomos y la televisión se funde en negro. Espero a que la luz que atraviesa las ventanas desaparezca, pero no lo hace. Frunzo el ceño confusa y me incorporo despacio. Preparo mi móvil en modo linterna y me acerco al ventanal que hay detrás de la mesa del comedor. Subo la persiana del todo y me deslumbra una potente luz azulada. Rue ladra y yo me llevo las manos al pecho. Algún día me dará un infarto por culpa de este perro.

–Vale, vale, cállate. –Ladra de nuevo–. Calla de una vez –insisto con la vista fija en el foco luminoso. 

El cielo gruñe de nuevo y la luz desaparece junto con la linterna de mi teléfono. La casa es engullida por un agujero negro.

PIEL DE CEBRADonde viven las historias. Descúbrelo ahora