IX. La más extraña de las casas

781 119 0
                                    

Era el lugar más encantador y misterioso que hubiera podido encontrar. En él había una enorme variedad de rosas. Algunas trepadoras cubrían los altos muros con tupidos y enmarañados tallos. También en el suelo cubierto de pasto sobresalían grupos de arbustos que, con toda probabilidad, habían sido rosales. Otros crecían muy alto, y los más cubrían los árboles con sus ramas formando verdaderas cortinas oscilantes que daban al lugar un carácter extraño y a la vez maravilloso. Aquí y allá, algunos rosales se habían enlazado unos con otros componiendo arcos de ramas secas, por lo que Mary se preguntó si volverían a florecer. Estas ramas grises que se esparcían como un manto nebuloso sobre murallas, árboles y pasto, formaban una maraña misteriosa que hacía del jardín un lugar aún más escondido. Mary siempre pensó que este jardín sería muy distinto, pero en realidad tenía un aspecto completamente diferente a todo cuanto ella había visto con anterioridad.

—¡Qué tranquilo está! —susurró—. ¡Qué quieto!

Esperó un momento y escuchó el silencio que la rodeaba. Incluso el petirrojo posaba inmóvil sobre la copa de un árbol, sin ni siquiera mover las alas; sólo miraba a Mary.

—No me extraña que esté tan quieto —susurró nuevamente—. En diez años soy la primera persona que ha hablado aquí.

Se alejó de la puerta pisando con suavidad, como si temiera despertar a alguien.

—¿Habrán muerto todas las plantas? ¿Será éste un jardín quieto y sin vida? —murmuró.

Con seguridad Ben Weatherstaff habría podido contestarle; ella, en cambio, sólo veía ramilletes grises y cafés, o ramas que no mostraban señales de vida.

El sol brillaba aun con mayor intensidad dentro de estas cuatro paredes, que en el resto de la propiedad o en el páramo. A medida que Mary avanzaba, el petirrojo la seguía brincando y gorjeando como si quisiera mostrarle el lugar. El jardín le parecía extraño y le daba la sensación de estar a cientos de millas del resto del mundo; pero no se sentía sola. Su única preocupación era saber si las rosas volverían a florecer. Ella no quería un jardín sin vida; lo quería cubierto de rosas.

Como tenía consigo la cuerda de saltar, decidió recorrer saltando los senderos de pasto que aún existían y detenerse cuando quisiera ver algo. En cada rincón podía distinguir montones de hojas bajo las cuales había piedras cubiertas de musgo que servían de asiento. De repente vio cómo, entre las hojas, sobresalían de la negra tierra algunas puntas verdes muy afiladas, lo que la hizo recordar lo que Ben había dicho.

—Si hay pequeños brotes es posible que sean azafranes o narcisos —susurró, mientras se agachaba para oler la fragancia de la tierra mojada.

—Quizás hay otros brotes —dijo—. Daré una vuelta para ver.

Dejó de saltar y caminó lentamente con los ojos fijos en el suelo. Su entusiasmo aumentó al descubrir que había innumerables brotes más.

—Después de todo no es un jardín muerto —dijo—. Incluso, si las rosas no florecen, otras plantas lo harán.

Ella no sabía nada sobre jardines, pero, sin embargo, pensó que los pequeños brotes que intentaban salir a la luz no tenían sitio suficiente para crecer. Con un palo puntiagudo sacó malezas y pasto dejándoles espacio.

—Ahora ya pueden respirar —dijo—. Haré lo mismo con los otros y si no alcanzo hoy, volveré mañana.

Inconscientemente, sonreía mientras trabajaba con entusiasmo desmalezando todo lo que podía. Por su parte, el petirrojo parecía encantado al ver que esta niñita cavaba la tierra desenterrando comida para él.

Tan entretenida estaba que, sin darse cuenta, se atrasó para el almuerzo y quedó muy sorprendida al advertir que había trabajado más de dos horas.

El jardín secretoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora