XI. El nido del tordo

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Por dos o tres minutos, Dickon se quedó inmóvil mirando a su alrededor, mientras Mary lo observaba. Luego empezó a caminar lentamente. Sus ojos parecían ver y apreciar todo al mismo tiempo.

—Jamás pensé que vería este lugar —dijo en un murmullo.

—¿Entonces sabías que existía? —preguntó Mary.

Ella habló fuerte y él le indicó que bajara la voz.

—Debemos hablar bajo, puesto que si nos escuchan se preguntarán qué hacemos aquí.

—¡Lo olvidé! —dijo Mary asustada tapándose la boca con sus manos—. Pero dime, ¿sabías que había un jardín cerrado?

—Martha me contó que existía un jardín al que nadie había entrado y yo tenía deseos de saber cómo era.

Se detuvo mirando encantado la gris maraña de ramas que lo rodeaba.

—En la primavera todos los pájaros harán sus nidos aquí —dijo—. No hay un lugar más seguro en toda Inglaterra.

Sin darse cuenta, Mary le puso la mano sobre el brazo y susurró:

—¿Puedes decirme si habrá rosas o están todas muertas?

Él se adelantó hacia el árbol más cercano y sacó un grueso cuchillo de su bolsillo para hacer algunos cortes en las ramas.

—Hay mucha madera seca que debe ser cortada —dijo—. Pero algunas ramas florecieron el año pasado y aquí viene un nuevo brote.

—¿De verdad que florecerá? —preguntó Mary, tocando el brote con reverencia.

—Está tan viva como tú o como yo —dijo Dickon, sonriendo abiertamente.

—¡Qué felicidad! —exclamó la niña llena de excitación—. ¿Por qué no recorremos el jardín y contamos cuántas brotarán?

Dickon parecía igualmente entusiasmado cuando, al hacer algunos cortes, le explicó que las ramas verdosas o que se veían jugosas estaban vivas; en cambio, si el interior aparecía seco y se quebraba fácilmente, entonces no había más remedio que cortarlas.

Fueron de árbol en árbol y de rama en rama. Él sabía muy bien usar su cuchillo para cortar la madera seca. A la media hora, Mary ya había aprendido a reconocerlas, y al ver alguna rama de aspecto marchito pero cuyo interior todavía estaba verde, estallaba en silenciosa felicidad.

Estaban trabajando junto a uno de los grandes rosales, cuando él exclamó muy sorprendido.

—¿Pero quién hizo esto?

Era uno de los lugares que Mary había limpiado para dar luz a los pequeños brotes.

—Yo lo hice —dijo Mary.

—Pero habías dicho que no sabías nada sobre jardines —exclamó.

—No sé nada —contestó la niña—, ni siquiera conozco su nombre, pero como son tan pequeñas y parecía que les faltaba espacio para respirar, limpié las malezas.

—¡Ni un jardinero pudo hacerlo mejor! —dijo el muchacho—. Ahora crecerán bien. Estos son azafranes y copitos de nieve, y aquellos narcisos y otros bulbos. ¡Has hecho un gran trabajo para ser tan pequeña! —agregó, mirándola.

—Ahora estoy más gorda y me siento más fuerte —explicó Mary—. Ya no me canso como antes y menos cuando cavo la tierra.

—¡Es estupendo para ti! —dijo Dickon moviendo la cabeza—. No hay nada mejor que el olor a tierra limpia, con excepción del fresco olor que despiden las pequeñas plantas luego de una lluvia. Cuando llueve, muchas veces salgo al páramo y me tiendo bajo los matorrales a escuchar como caen las gotas de lluvia sobre el brezo.

El jardín secretoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora