XXVII. En el jardín

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Uno de los descubrimientos más extraordinarios de este siglo ha sido el que los pensamientos son tan poderosos como las pilas eléctricas, tan buenos como la luz y tan peligrosos como el veneno. Si permitimos que un pensamiento triste o malo se introduzca en nuestra mente es tan arriesgado como dejar que un virus se apodere de nuestro cuerpo. Si se le permite quedarse, es posible que no podamos desprendernos nunca más de él.

Mientras en la mente de Mary no hubo más que pensamientos desagradables sobre las personas que no le agradaban, nada la contentaba y tampoco se interesaba por las cosas. Era una niña de cara amarillenta, enfermiza, aburrida y desdichada. Sin embargo, sin que ella se diera cuenta las circunstancias la ayudaron. Cuando en su mente sólo hubo pensamientos para petirrojos, pequeñas casas en el páramo y extraños jardineros, todo cambió. La primavera y el jardín la hicieron renacer, y en su mente ya no hubo espacio para pensamientos desagradables.

Igualmente, mientras Colin se encerró en su dormitorio a pensar sólo en su miedo y en su debilidad, detestando a las personas que lo rodeaban y obsesionado por descubrir protuberancias o pensar en la muerte, fue un niño medio histérico e hipocondríaco. No conocía el sol ni la primavera. Tampoco suponía que podría levantarse y sanar. Cuando los nuevos pensamientos echaron fuera todos esos horribles temores, la vida renació en él. La sangre corrió por sus venas y le inundó una enorme fuerza. Su pensamiento científico no tenía nada de extraño. Era una fórmula simple y práctica de desechar a tiempo los pensamientos sin esperanzas, para dar cabida a una enorme determinación y valentía.

Al mismo tiempo que el jardín secreto renacía, y dos niños volvían a la vida junto a él, un hombre se paseaba solo por hermosos fiordos noruegos y los valles y montañas suizas. Durante diez años saturó su mente de negros y descorazonadores pensamientos, sin tener la valentía de rechazarlos. Había sido feliz, pero cuando repentinamente una enorme pena lo inundó, rehusó con obstinación toda clase de esperanza. Olvidó su hogar y desertó de él, abandonando sus deberes. Su aspecto desgraciado hacía que los extraños lo consideraran como un loco o, quizás, como alguien que tenía un secreto culpable. Él era un hombre alto, de cara cansada y hombros torcidos. Su nombre era Archibald Craven.

Desde que recibiera a Mary en su escritorio, había recorrido muchos países sin detenerse en ninguno. Trepó montañas para observar cómo se iluminaban los cerros vecinos con el sol naciente; mas, a pesar de que tenía la sensación de que el mundo nacía en ese instante, esa luz jamás lo iluminó. Un día, caminando por un valle del Tirol austríaco, por primera vez en diez años se dio cuenta de que algo extraño le sucedía. Había caminado un largo trecho. Cansado, se recostó sobre el tapiz de musgo que cubría las orillas de un alegre riachuelo. En cierto momento creyó sentir una leve risa producida por el ruido del agua, en la que los pájaros acudían a enterrar sus cabecitas para beber. Todo parecía tan vivo y, al mismo tiempo, la quietud era tan profunda... El valle estaba inmóvil.

Sentado, observando el agua, Archibald Craven sintió que su mente y su cuerpo gradualmente se calmaban. Pensó que se dormiría, pero no fue así. En cambio, atisbo los cientos de pequeños brotes azules que crecían al borde del agua, semejantes a los que viera muchos años atrás. Como entonces, le parecieron preciosos. Sin darse cuenta, este pensamiento lentamente empezó a calmar su corazón junto con el valle que se aquietaba cada vez más. Él no sabía qué era lo que le sucedía, sólo que al levantarse sintió como un despertar. Dio un profundo y largo suspiro, maravillado al darse cuenta de que algo ocurría dentro de él, como dejándolo libre.

—¿Qué es? —dijo calladamente, pasándose la mano por la frente—. Siento como si estuviera vivo.

No le era posible comprender por qué le había sucedido algo tan maravilloso. No tenía explicación. Sólo varios meses más tarde, estando de vuelta en Misselthwaite, recordaría ese momento al descubrir por casualidad que ese mismo día Colin, al entrar en el jardín secreto, había gritado: "Viviré por siempre jamás".

El jardín secretoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora