La escalera

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Érase una vez una escalera al final de un camino con miles y miles de escalones, tallados en el rocoso lateral de un valle que dividía dos pueblos. Había sido hecho por manos humanos hace mucho tiempo atrás, cuando todavía no existía un puente y los comerciantes y aventureros cruzaban el valle por el camino y necesitaban poder subir al el otro lado. Un lado del valle era transitable, era fácil bajar y subir, pero el otro era plano y tenía una fuerte inclinación, por lo cual los habitantes del pueblo decidieron construir una escalera, tallando agujeros en la roca para crear escalones para las manos y los pies.

Pero aun así era peligroso recorrer el camino y era agotador subir por esa escalera que subía tan arriba que ni los árboles que crecían en el fondo del valle llegaban a su altura total. Más de un aventurero cayó de la escalera, siendo encontrado muerto por el próximo que pasaba por el camino.

Por ello, y porque el camino era peligroso, se había construido un puente sobre el valle para conectar los dos pueblos. Después de mucho tiempo la gente se olvidó de la escalera, las barandillas de soga que se habían puesto para asegurarla se pudrieron, lo único que quedaba eran los escalones de roca tallada.

Nadie pensaba que iba a tener que volver a bajar al valle. Pero el puente no fue mantenido. Se rompió. Se hizo peligroso cruzarlo. Y ya nadie sabía que había otra manera de cruzar y juntarse con los del otro pueblo.

Y así empezaron los rumores.
Y la envidia surgió.
Y por eso vino el odio.

Hasta que un día una niña, curiosa y valiente, bajó al valle, recorrió el camino y se encontró al pie de la gran escalera.

Se quitó el pañuelo con el que se había tapado la boca para protegerse de los gases tóxicos que emitían las plantas y suspiró. Sus músculos le dolían por haber trepado sobre las piedras durante toda la tarde anterior. Le quedaban pocas provisiones y ahora se vio ante esa escalera peligrosa, su único camino hacia arriba. Tomó un gran trago de la botella que había llevado y se frotó las manos. Podía ver todos los escalones en la pared rocosa, hasta el punto en el que las copas de los árboles los tragaron. También en esta parte del valle los árboles crecían densamente, tapándole la vista de los restos del puente arriba.

La niña empezó a subir. Era curiosa y valiente y ninguna escalera peligrosa, aunque engañosa pareciera, la iba a detener. Subió, escalón por escalón, manteniéndose firme con las manos mientras subía los pies. No se detuvo.

Ni siquiera, cuando su pie derecho se deslizó y tuvo que agarrarse fuerte para no caer.
Ni siquiera, cuando un escalón crujió bajo su peso y corría peligro de quebrarse.
Ni siquiera, cuando llegó a la altura de las ramas de los árboles y estas le impedían seguir el camino directo y la obligaron a rodearlas incómodamente.

La niña subía. Determinada. Valiente. Ya veía los rayos del sol traspasando el techo denso de hojas verdes. Faltaba poco y pronto iba a poder ver cuánto le faltaba para llegar al borde del valle. Subía más rápido, con la cabeza inclinada hacia arriba, anhelando ver el sol y el cielo celeste, y quizás unas nubes blancas, después de tanto verde.

Hasta que, en un momento, polvillo le cayó en el ojo. Parpadeó. Se frotó el ojo con la mano derecha, mientras seguía subiendo semi-ciega. Pisó mal. Se deslizó. Cayó. Pero solo un poquito.

Alguien le agarró la mano y la subió. A la mitad de la escalera, justo antes de pasar la copa de los árboles, había una plataforma. La niña se limpió el polvillo del ojo y miró sorprendida a su alrededor. Era como si estuviera parada en frente de una cortina verde. O como si se encontrara dentro de un arbusto. Detrás de su espalda sintió la dura seguridad de la pared rocosa, adelante el matorral de plantas diversas, tan entrelazadas que no se podía distinguir cuál parte pertenecía a cual planta.

Y a su lado un niño. Un niño que la miraba con ojos redondos y gigantes.
—No te conozco —dijeron los dos.
—Eres del otro pueblo —agregaron los dos.
—Sí, así es —contestaron los dos.

Y así fue que el bosque dentro del valle que separaba dos pueblos fue testigo del primer encuentro entre los dos valles desde hacía mucho tiempo. Se decía que algunos de los árboles eran tan viejos que se acordaban de los tiempos en los que se habían hecho fiestas en el puente ahí arriba. Eran tiempos en los que ellos mismos habían sido petisos. Unos brotes flaquitos, no más.

Los niños se contaban sus historias. El niño le explicó a la niña que le había dado curiosidad el otro lado. Pero que la gente de su pueblo le había dicho cosas feas sobre ellos. Decían que el otro pueblo tenía la culpa de que el puente se había caído. El niño no lo había creído.

Todos le dijeron que no iba a poder ir a averiguar si era verdad, porque iba a morir cayéndose del puente, devorado por los animales que vivían abajo en el valle o asesinado por la gente en el otro pueblo que odiaba a la gente del suyo (o eso pensaban).

Pero el niño había descubierto la escalera. Y se decía que si había una escalera, había un camino. Y si había un camino, había una conexión. Y si existía una conexión, alguna vez había existido un interés de unirse.

Así el niño había preparado su mochila, había agarrado una frazada y había emprendido la bajada por la escalera. Había sido una bajada peligrosa, más de una vez su pie se deslizó. Más de una vez, tuvo que agarrarse fuerte para no caer. Pero siguió.

No se asustó cuando cruzó el techo verde y denso de los árboles y perdió de vista al pueblo y al puente. Siguió, porque el niño también era curioso y valiente.

Y en un momento, tras haberse metido en el espacio verde y oscuro, iluminado por la luz tenue que traspasaba la densa capa de hojas, encontró la plataforma. Se paró en ella y respiró el aire fresco. Se inclinó por el borde para ver cómo seguía la escalera y unas piedritas y polvillos se soltaron. Y ahí vio una niña que se frotaba el ojo, que pisó mal y corría peligro de caerse. La agarró justo, en el último instante, y la subió.

Los dos seguían sentados en la plataforma y compartieron las provisiones que habían traído. Pan rico del pueblo de la niña, frutas frescas del pueblo del niño. Sonrieron. Y se dieron cuenta de que todo lo que les habían dicho sobre los otros pueblos era falso.

El puente, el valle y el caminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora