El intercambio

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Había una vez una niña y un niño. Ambos nacidos en diferentes pueblos que se encontraban separados por un valle profundo. Crecieron viendo un puente destruido que hace muchos años atrás había unido a los dos pueblos. Crecieron viendo la profundidad del valle y, si el tiempo era bueno, mirando hacia el otro lado, sin poder reconocer a nadie.

Los adultos de los pueblos les contaban que antes, cuando el puente había estado en buenas condiciones, se festejaban festivales en el puente. La gente bailaba. Pero también les contaban que la gente del otro pueblo había destruido el puente. Que se había caído cada vez más. Que se había vuelto peligroso cruzarlo. Los ancianos del pueblo habían contado a los jóvenes, todas las cosas horribles que se escuchaba del otro lado.

Y así empezaron los rumores.
Y la envidia surgió.
Y por eso vino el odio.

Pero no fue así para el niño y la niña. Ambos curiosos y valientes. No creyeron en lo que les dijeron. Se dijeron que era imposible que todo habitante de un pueblo pudiera ser malvado. Se dijeron que iban a cruzar al otro lado para ver si era verdad. Y como el puente no se podía cruzar, decidieron cruzar el valle. La niña había encontrado una bajada en su lado, el niño una escalera en el suyo.

Y así bajaron.
Y así se encontraron.
Y así se conocieron.

Se dieron cuenta de que habían tenido razón. Que los viejos estaban equivocados. Se dieron cuenta de que se tenía que reconstruir el puente. Y decidieron seguir sus caminos, la niña subiendo la escalera hacia el pueblo del niño, el niño cruzando el valle y subiendo al otro lado hacia el pueblo de la niña.

Ella le regaló su pañuelo para que lo cuidara de los gases tóxicos en las profundidades del valle. Y le dio una nota, firmada por ella, en la que le avisaba a su gente que ese niño venía con buenas intenciones y que le dieran comida y agua. Y que había que encender una fogata alta, para avisarle al otro pueblo que el niño había llegado bien.

Él le regaló su gorro, brillante y rojo, como mensaje a su pueblo que ella venía con buenas intenciones y agregó una nota, firmada por él, avisando que le den comida y agua y que enciendan un fuego alto en su honor, para avisarle al otro pueblo.

Se abrazaron, se despidieron, y la niña y el niño siguieron por sus caminos. Ella subiendo la escalera. Él bajándola.

El niño cruzó todo el valle teniendo en cuenta las advertencias de la niña, utilizando su pañuelo para protegerse de los gases tóxicos. Cuando oscureció se quedó en una de las grandes rocas sobre las que había saltado y pasó la noche ahí, estando a salvo de los animales salvajes y hambrientos. El próximo día cruzó las últimas piedras y llegó a la subida de la otra punta del valle. Acá no había escalera y la bajada liviana que había existido antes había desaparecido. Varios temporales con lluvia fuerte habían lavado la última parte de la bajada, dejando descubierta la roca lisa por donde la cual la niña se había dejado caer. El niño se quitó el pañuelo que ya no necesitaba y giró en su propio eje, buscando una alternativa para subir.

Uno de los árboles crecía cerca de la pared rocosa. Levantó su mirada hacia las ramas más altas del árbol. Eran finas, pero él estimaba que podían aguantar su peso y que llegaban lo suficientemente cerca de la parte de la subida menos inclinada y con más tierra y agarres.

Suspiró. Le dolían los brazos y las piernas de tanto saltar y trepar el día anterior. Estaba cansado y no le quedaba mucha comida, había compartido bastante con la niña. Pero no le quedaba otra opción. Tenía que subir para transmitir el mensaje que llevaba cerca de su corazón, guardado debajo de las capas de su ropa.

El puente, el valle y el caminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora