El gran descubrimiento

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11) Perreo pa' los nenes, perreo pa' las nenas

Cuando a la familia Rey la deportaron a México y Neto se vio solo, el único lugar que se le ocurrió donde podía volver a empezar fue Oaxaca.

Llegando, tuvo la fortuna de dar con el Edificio Córcega, donde justamente había un departamento en renta.

Los primeros días fueron muy difíciles, sobre todo para su hija adolescente, Yolotl, que estaba muy sacada de onda con todo lo que había vivido.

Aristóteles Córcega, nieto de la dueña del edificio, se acercó a ella, ofreciéndole un hombro donde llorar y un amigo que la escucharía y ayudaría en lo que pudiera.

Así fue como, con el paso de algunos años, los dos amigos se enamoraron y decidieron comenzar una bonita relación.

Pero, como en todo, hubo un momento en que en aquel hermoso noviazgo empezaron a pasar cosas no tan buenas. Entonces fue cuando tanto Aris como Yolo decidieron cortar por lo sano, para no dañar su amistad.

Los dos volvieron a su antigua rutina de mejores amigos, así se sentían cómodos.

Aunque de vez en cuando, la familiaridad les ganaba y tropezaban en los labios del otro.
Todo eso era algo natural, se lo atribuían a la cercanía que desde hacía años habían tenido y como los dos estaban solteros, sabiendo que no le hacían daño a terceros, dejaban que ocurriera.

Lo que no sabían era que, justo cuando cumplieran siete meses separados, llegó alguien a cambiar todo el mundo de Aristóteles.

Francisco López llegó a Oaxaca porque su trabajo así se lo pidió.

Con él, viajaban sus hijos mellizos Julio y Lupita, su esposa Susana y Cuauhtémoc, quien tenía la misma edad que Aris.

Un día, la tía Blanca, le pidió a Aristóteles que le ayudara a entregar un pedido muy importante de un pastel que le habían encargado para una fiesta.

Él, con gusto aceptó.

Como ya había conseguido su licencia para conducir, le prestaron el coche y así fue hasta el sitio.

Llegó, tocó el tiembre y alguien lo recibió.
Se dio cuenta de que era una casa bastante grande, con un enorme jardín con alberca y camastros; ahí, en una mesa larga, debía poner el pastel.

-Pase, por favor. –le indicaron.

Caminó observando todo, llegando a la mesa.
Pero en cuanto lo dejó, unos niños llegaron corriendo, parecía que estaban por estamparse contra él.

-¡El pastel! Cuidado! –escuchó que le gritaron. No supo cómo, pero sus reflejos actuaron demasiado rápido, justo a tiempo para detener una desgracia. -¡Calcomanias! ¡Les dije que no jugaran aquí! Saben que si estropean algo, mi Papancho los va a colgar. –dijo la misma voz que le advirtió anteriormente. –Vayan arriba, todavía tienen que cambiarse. –los mellizos obedecieron. Mientras, él se acercó al chico con el pastel -¿Estás bien?

-Si... si, eso creo.

-¿Y el pastel?

-Salvado. –dijo Aris, orgulloso.

-¡Qué bueno! Una disculpa, es que estos chamacos... a veces tienen demasiada energía.

-No te preocupes, yo entiendo; tengo un hermanito más chico que ellos, pero igual de latoso. -Ambos rieron por todo aquello.

-¿Quieres algo de tomar...?

-Aristóteles, me llamo Aristóteles.

-¡Órale! Bueno, ¿quieres algo de tomar, Aristóteles?

Historias con orgullo [Aristemo]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora