En problemas

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1812
Al pobre muchacho ni siquiera le dio tiempo de acumular aire en sus débiles pulmones antes de que su cabeza fuera sumergida, a la fuerza, en aquella cubeta llena de agua. Sentía que comenzaba a inundar su garganta, al mismo tiempo que la desesperación también lo hacía.

Se encontraba luchando arduamente por salir a la superficie y recobrar el aire que aquel hombre furibundo intentaba arrebatarle.

Sólo cuando una mano delicada se posó en su hombro, en un intento de detener aquel arrebato de furia, el señor Agramonte permitió al joven volver a respirar. Adela, siendo su esposa, supo hacer entrar en razón a su marido, el cuál abandonó la sala como un vendaval, profiriendo maldiciones mientras se alejaba a paso vivaz.

La mujer se dirigió hacia el chico y lo ayudó a levantarse; el pobre, en su intento de recuperar el aliento, no podía parar de toser y respirar de manera agitada.

Sebastian, que tan sólo tenía 19 años, había llegado hacía unos meses atrás a la casa de aquella adinerado familia en una busca desesperada de un trabajo con el cuál ganar algo de sustento. Convencido por su esposa, el señor de casa (como se autodenominaba el señor Alejandro Agramonte) había permitido que el muchacho se encargara de la cocina y de la limpieza de la misma, ya que era incapaz de hacer cualquier trabajo que conllevara demasiada fuerza

Todo marchaba casi a la perfección. Todo, hasta que ocurrió la pelea.

El asunto había comenzado por causa de su invitado especial de aquel día. Era un comerciante prestigioso e importante allí, en España. Un hombre gordo y de bigote blanco; que a pesar de haberse instruido, seguía siendo ignorante.

Casi sin disimular, dejó caer sobre Sebastian una mirada impregnada con desdén y hasta repugnancia desde el momento en que apareció, cargando una bandeja con la cena de aquella noche. '¿Un hombre encargándose de la servidumbre?, ¡Vaya ridiculez! Pero si ese trabajo es para una mujer'. Aquella había sido su primera bomba.

Soltó la segunda en cuanto escuchó el acento afrancesado con el que hablaba el chico. No tardó en hacer comentarios ofensivos y llenos de desprecio sobre cuánto le molestaban los inmigrantes en su país.

Y, el detonante, se encontraba fuera de su conocimiento: Sebastian jamás callaba su opinión.

En ese momento, el chico volteó hacia aquel hombre y, dirigiéndole una sonrisa sarcástica y rebosante de burla que era característica en él, contraatacó: 'Pero qué cosa más extraña... Toda mi vida había pensado que los asnos no hablaban. Pero ahora que lo he oído a usted, veo que estaba equivocado.'

Esa sola respuesta había sido suficiente para causar un gran revuelo y el ofendimiento de su desagradable invitado. Por supuesto que, luego de una insistencia excesiva acompañada por halagos un tanto innecesarios por parte de la familia, el hombre aceptó continuar con la velada. No obstante, al poco tiempo de darle una falsa alegre despedida, Alejandro decidió darle un castigo a su empleado y arremetió contra él; ni siquiera Carmen, hija de aquel matrimonio, ni su madre habían logrado aplacar su enojo contra el muchacho.

Las gotas de agua fría aún se le deslizaban por el delgado rostro, salpicado por pecas que cubrían sus sonrosadas mejillas y su respingada nariz.

- ¡Santo cielo, jovencito!. Debiste haber guardado silencio... Mírate. Si no es por nosotras, te mata. ¡Estaba como loco!- Exclamaba Adela con tono de aflicción, al tiempo que secaba a Sebastian con las mangas de su vestido. Era una mujer más bien delgada, alta al igual que su hija. Tenía un cabello castaño claro y muy lacio, que le llegaba hasta la cintura.

Él se limitó a mirar hacia abajo; no porque no tuviera nada que decir, sino por el respeto que sentía hacia ella.

-Eres un chico inteligente, Sebastian. Te lo he dicho desde que llegaste...-continuó la mujer, ya un poco más calmada.- pero, pareces no haber pensado antes de hablar.

- En realidad, estuve pensando qué contestarle durante todo ese tiempo.

Una mirada de reproche por parte de Adela fue suficiente para que el silencio volviera a reinar en la habitación.

No lo regañaba realmente por lo que fuera a pensar o decir su marido. Ni porque fueran a perder un socio. Para nada.

En realidad se preocupaba por aquel niño. Por lo que pudiera pasar con él.

Cada vez que lo veía, recordaba la vez en que llegó, flaco, acongojado y todo mojado por la lluvia de aquella tarde. Ahora sabía, sin dudas, que ese hijo que nunca tuvo se iría al venir el mediodía, tal y como había llegado.

TabúDonde viven las historias. Descúbrelo ahora