La indeseable

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Sebastian creía que nunca sería bien recibido en un lugar como aquel, pero hasta ahora la gente se mostraba muy amable. No sólo el rey, sino las criadas que lo acompañaban a su cuarto también. Reflejaban simpatía en sus rostros y le sonreían cada vez que tenían oportunidad. Tal vez porque venían del mismo lado, pensaba el chico.

Lo guiaron por extensos pasillos colmados con adornos y bellas esculturas. Algunas en pilares de marmol, otras en forma de bajorelieves en el techo. Habían ventanas cubiertas con cortinas que sólo a la vista resultaban pesadas.

Finalmente, luego de aquel silencioso recorrido, llegaron al que ahora sería su cuarto. Dejaron al joven sólo para que se instalara más cómodamente, y las tres criadas que lo acompañaban finalmente se marcharon.

Con la vista recorrió aquel novedoso lugar. Era la habitación más grande que había tenido, sin duda alguna. Había una cama enorme ubicada junto a una de las paredes del cuarto, muebles de madera visiblemente fina y un baúl cubierto con cuero a los pies de la cama. El armario contaba con un espejo en la cara de adentro de una de sus puertas, y al abrirlo Sebastian vio que se encontraban allí, bien ordenadas, algunas prendas visiblemente nuevas.

Se probó los trajes que colgaban en el armario, pero de los cuatro que había sólo dos eran de su talla. Los demás, por el contrario, eran demasiado grandes para él. Eligió un traje azul marino y se cambió de ropa. No se preocupaba, había aprendido a vivir con poco; además, de seguro Su majestad mandaría confeccionarle unos nuevos.

Sebastian ya sentía la necesidad de darse un baño. Extrañaba el río en el que podía hacerlo a diario junto a su vieja casa. No había conocido a nadie hasta ese momento que tuviera sus hábitos de limpieza; sabía que había algo mal con él, o al menos eso pensaba. Pero lo tenía sin cuidado.

Dejó sus pensamientos de lado y ordenó la ropa minuciosamente. Volvió a dejarlo todo perfecto otra vez.

Irrumpiendo entonces con su tranquilidad, alguien golpeó la puerta enérgicamente. Se apresuró a abrir, para encontrarse con la persona a quien menos quería ver en ese momento.

- Con permiso, chiquillo, voy a pasar. -Elizabeth entró en la habitación como si fuese suya y se plantó frente a Sebastian.

- Mon dieu... ¿Qué es lo que quieres?.- Dijo el joven, con notable irritabilidad.

- Te dijeron que vas a pasar la noche aquí, ¿no? Qué bueno... me imagino la ridícula felicidad que debe sentir un pobre ratoncillo de bosque como tú.

- Ya dime qué es lo que quieres.

La princesa se aseguró de que no hubiese nadie afuera y cerró la puerta.

-Nada más un amable recordatorio. No olvides a qué viniste aquí, ni se te ocurra enamorarte de los lujos y mucho menos de mi hermano. Recuerda que esto es nada más que una mera actuación, muy asquerosa, por cierto.

- ¿Algo más que su real bajeza quiera escupir en mi cara?.

- Escuchame bien, horrible niño pecoso. Te advierto que si no cumples con tu deber, alguien saldrá herido. Y te dolerá más a ti que a él.

Acto seguido, Elizabeth le lanzó una mirada cargada de hostilidad y se fue de la habitación.

El muchacho estaba casi seguro de poder actuar conforme a lo que se le había pedido.

Sólo esperaba de todo corazón que el rey no se lo pusiera difícil.

TabúDonde viven las historias. Descúbrelo ahora