Pasado pesado

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1808

La gran España. Madrid, la ciudad que ahora los amparaba, se veía más como si fuese a devorarlos tal y como una bestia.

Aquella vieja casa en ruinas necesitaba ser reparada, pero Sebastian no podía con eso. Su hermano era quien debía encargarse de la reconstrucción.

Su deber era encargarse de buscar comida.

Lo había intentado por las buenas; trató incansablemente de conseguir un trabajo, pero nadie deseaba abrirle las puertas. A su hermano lo habían aceptado para trabajar en un campo, pero él a nadie le servía. Sebastian era demasiado flaco y pequeño como para durar siquiera unas horas en un campo de trigo, trabajando la tierra y cosechando bajo el sol. Sin dudas, lo hubiera intentado por puro orgullo, sin mencionar que los demás lo hacían sentirse limitado, pero la verdad era que se les había acabado el dinero por ese entonces y debía aferrarse a la alternativa mala, aunque no quisiera.

Ese día viajó a la ciudad a pie. Pronto tendrían que comprar algún caballo viejo o un burro que les permitiera trasladarse de un lado a otro. El lugar era tan inmenso que temía perderse. Sin dudas, era más limpio que Francia, y eso lo aliviaba. Le disgustaba la suciedad, aunque era consciente de lo normal que era para todos.

Llegó a una enorme plaza con calles de piedra, tiendas por doquier que ofrecían todo tipo de productos. Podía sentir el olor de las verduras, del pan fresco y de la carne cruda que se exhibía sobre los tablones de madera. Sentía el sonido de caballos a lo lejos, los gritos de los vendedores pregonando sus productos, la risa de los niños los pequeños que jugaban cerca de una fuente. Todo parecía tan nuevo, y a la vez, tan conocido.

Caminó tranquilamente hasta que, junto a una tienda donde se comercializaba pescado, divisó por fin lo que estaba buscando: montones y montones de delicioso pan, de todos los tipos. Lentamente se acercó a ellos y, cuando nadie lo veía, de un sólo manotazo arrebató dos largas baguettes de entre el montón y echó a correr.

No pasó mucho tiempo para que el vendedor se diera cuenta. El hombre de mediana edad gritaba desde su puesto, hasta que emprendió la carrera detrás de él.

Sebastian corrió y corrió lo más rápido que sus piernas se lo permitían. Esquivar a toda aquella gente fue todo un desafío, pero lo estaba consiguiendo. Miró hacia atrás para fijarse en el hombrecillo que lo perseguía; no obstante, no prestó atención a quien tenía adelante y chocó contra una pesada armadura de metal.

El hombre, que apenas se había movido, volteó para ver a Sebastian en el suelo, abrazando sus tiras de pan para que quedasen intactas. Este tomó al chico por la ropa y lo levantó del suelo de un tirón.

Se trataba de un guardia del rey. Y no sólo de uno, sino de varios que rodeaban un carruaje, el cual se había detenido.

- ¿Cómo osas siquiera tocarme, pequeño diablo?. - Sebastian seguía sujetando el pan, a pesar de las fuertes sacudidas que le propinaban.

El joven había llegado hace unos meses a España, y se manejaba de manera algo precaria con el idioma, pero aun así miraba con altivez a aquel imponente hombre.

- Y ni siquiera contestas. Vamos, dime, ¿Por qué venías corriendo? ¡Anda, contesta ya! ¿Lo has robado?.

- ¡Suelteme ya! ¡Estúpido!. - Hasta ahora, "estúpido" era el único insulto que había aprendido, escuchando a otros.

- ¡Responde, insolente! ¿Te has robado ese pan? ¡De seguro que sí!.

En ese momento, la puerta del carruaje se abrió. Se asomó de él un hombre robusto y de cabello color ocre, quien parecía tener unos 40 años y se veía sumamente enfadado.

- ¿Qué significa todo este alboroto?, ¿Por qué nos hemos detenido?.

- Este pequeño parece ser un ladronzuelo, majestad. Además, por las ropas que viste, es un gitano. ¿Qué deberíamos hacer con él?.

Los ojos del más joven se clavaron en los ojos del mayor, y este le devolvió la mirada. El chico poseía una forma muy particular de ver: Sus ojos estaban cargados de hambre, orgullo y a la vez de cierto desprecio. Pero sobre todo, el monarca parecía percibir valentía en ellos. Definitivamente, tenía los ojos en llamas.

Su Alteza ignoró por completo el comentario de su guardián y levantó una mano, en señal de que debía guardar silencio. Bajó del carruaje y se dirigió al muchacho.

- ¿Quién eres?. - increpó, con curiosidad.

- Eso no le importa... - Como respuesta a su contestación, otro guardia le propinó un golpe en el costado. Así que al chico no le quedó otra alternativa más que hablar.- Soy Sebastian Hansen. - Dijo, de mala gana.

- Eres interesante, Sebastian Hansen. Dime... - Con su dedo índice levantó el mentón del adolescente.- ¿No me temes?, ¿Eres consciente de lo que puedo hacer contigo?.

- Yo no temo a usted, ni a ninguno de ellos. Venga, pueden hacer lo que se les antoje. Pero no temo. - Su acento francés lo delataba, aún hablando en español.

Todos aquellos que rodeaban el carruaje y sus caballos quedaron perplejos ante tal osadía. La gente se detuvo en sus tareas, dejó se caminar y fijó su atención en el peculiar escenario.

Todas las personas presentes deseaban saber qué sería de aquel pequeño muchacho. ¿Terminaría colgado, o acaso le cortarían la cabeza por infamia? ¿Lo encerrarían en un calabozo hasta que se hiciese viejo? Nadie lo sabía, y ahí estaban todos, expectantes. El chico realmente parecía haber parado el tiempo.

Su majestad se mantuvo en silencio durante un rato, y entonces, habló.

- ¿Dónde vives, muchacho?. - Su forma de mirar resultaba altiva también. Y en su rostro podía notarse la curiosidad que le provocaba el joven.

- ¡No le diré!. - Sebastian presionaba el pan contra su pecho.

- Pero si tu no temes, ¿O sí?. - Su sonrisa iba cargada con un toque de malicia. Al rey le gustaba sentirse superior, imponente. - Cuéntame, Sebastian Hansen, dónde vives.

- En la casa junto al río. Hacía allá. - Sebastian señaló a lo lejos.

"Este muchacho tiene unos ojos azules preciosos", pensaba el rey. No podía quitar su vista del chico.

- Muy bien... dejenlo libre.

Obedeciendo a su rey, el guardia que sostenía a Sebastian lo libró, e inmediatamente, éste echó a correr.

Ese día, el corazón de aquel hombre comenzó a sentir hambre. Agonizaba por volver a ver a ese joven mozo de cabello oscuro y ojos brillantes otra vez. Deseaba que fuera suyo nada más, pero no podía. Tenía una esposa y dos hijos.

A pesar de todo, eso no fue impedimento. De forma astuta había conseguido su lugar de residencia, y no lo dejaría escapar.

Volvería por él.

TabúDonde viven las historias. Descúbrelo ahora