Capítulo 1

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VALENTINA

Quizá había sido todo demasiado precipitado, pero no me importó. No me importó en absoluto. Después de todo, y como ya me dirían más adelante, yo era una experta en huir.

Había llegado a aquella ciudad hacía ya poco más de dos años, intentando descubrirme a mí misma y ahora me iba deseando dejarlo de nuevo todo atrás, más perdida que nunca. Necesitaba desesperadamente marcharme de aquel lugar en el que tan atrapada me sentía.

Estaba intentando hacer mis maletas lo más rápido posible, no aguantaba ni un minuto más entre esas cuatro paredes. Metía una detrás de otra todas las prendas de mi armario sin ni siquiera pararme a doblarlas, mi mente no paraba de dar vueltas mientras las lágrimas descendían por mis mejillas como un río caudaloso. Escuché movimiento en el pasillo, pero no le di la más mínima importancia, quería terminar las dichosas maletas y largarme de una vez.

Cerré el último bulto justo en el momento en el que una de mis saladas lágrimas impactaba silenciosamente contra la fría cremallera metálica que se quedó atascada en ese momento. Emití un pequeño sonido de molestia y forcejeé con ella hasta que cerró del todo.

Miré las tres maletas que había sobre mi cama mientras pensaba en el resto de cosas que me faltaban por guardar, no era mucho. Miré aquella mochila verde botella que se encontraba tirada en el rincón de mi habitación mientras un remolino de emociones se me formaba en el pecho. El objeto llevaba ahí desde la noche anterior, pero yo no tenía ni la más mínima intención de moverlo, no podía.

Cogí una diferente, una simple mochila negra de una marca conocida que tenía desde hacía ya demasiado tiempo como para recordarlo exactamente.  Metí dentro todo lo que había sobre mi mesa; portátil, cargadores, libretas, auriculares... Lo recogí todo hasta dejar la mesa como una simple tabla de madera oscura, vacía, igual que el día que llegué aquí.

Después, me puse mi sudadera negra y me colgué la mochila al hombro. Como pude, saqué las tres maletas de la habitación, aquella que tantos recuerdos encerraba y a la que no volvería nunca más.

Recorrí el pasillo en completo silencio, arrastrando como pude las tres maletas bajo la tenue luz de la única bombilla que no se había fundido. Llevaba tres meses diciendo que pondría bombillas nuevas, pero nunca lo hice. En realidad, creo que en el fondo siempre supe que nunca lo haría.

En la entrada, encontré a Flavio, revolviendo con cierta impaciencia su espesa cabellera rubia. Me dedicó una corta mirada que no me dió tiempo a interpretar, cogió una de mis maletas y abrió la puerta para que pudiéramos salir por fin de aquel piso.

Sentía que me ahogaba.

Fuera, llovía con fuerza. Un trueno resonó en el murmullo de la noche justo cuando Flavio y yo llegábamos al coche. Era casi como si el tiempo hubiera decidido acompañar mi estado de ánimo, como si el cielo también estuviera intentando llorar y gritar de rabia y de dolor.

Flavio condujo en silencio hasta el aeropuerto, por mi parte, estaba concentrada en intentar reprimir lo máximo posible mis lágrimas, no podría seguir llorando de aquella manera en medio del aeropuerto.

—¿Me dejas tu móvil? tengo que hacer una llamada —le pedí en un hilo de voz.

Él asintió en silencio mientras yo alargaba el brazo para sacar el móvil de la guantera.

Me erguí en el asiento cuando me dí cuenta de que ya habíamos llegado, y fruncí el ceño al darme de cuenta de que Flavio se estaba metiendo en el parking.

—No, déjame en la puerta —le miré, esperando que asintiera y se diese la vuelta, pero no reaccionó, simplemente siguió conduciendo para adentrarse en aquel laberinto de coches—. Flavio, te he dicho que me dejes en la puerta.

Noches en MadridDonde viven las historias. Descúbrelo ahora