Capítulo 5

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VALENTINA

Estoy segura de que todos aquellos que sean parte del colectivo de hermanos pequeños han sentido alguna vez lo que es ser comparado constantemente con sus hermanos mayores.

Parece ser que hay una regla no escrita en la que los pequeños estamos destinados a ser la oveja negra de la familia, o al menos así me sentía yo aquel día, bajo la inescrutable mirada de mi padre que, silenciosamente, dejaba bastante claro que eso de que lo hubiera dejado todo de la noche a la mañana y hubiera aparecido en su casa después de el lío que monté para poder irme no era plato de buen gusto para él. Una vez más, yo era la decepción.

Por otra parte, mi madre parecía mucho más serena respecto al tema. Solía ser así en mi casa, mi madre intentaba no compararnos porque sabía que yo era más de ir a mi rollo que Rebeca y eso no se podía cambiar. Mi hermana era la centrada, la de las metas claras y las matrículas de honor, yo era el espíritu libre, aplicada cuando era necesario y con infinidad de proyectos que luego nunca acababa. O como mi padre solía decir, yo era un completo desastre.

Estando los tres sentados en la cocina, les expliqué de una forma más o menos alejada de la realidad lo que había pasado. Luka, mi exnovio italiano, y yo lo habíamos dejado y yo, que ya no tenía más razones para vivir en otro país, me había vuelto a Madrid. Así de simple. Y claro que omití todos los detalles escabrosos, como el por qué mi móvil de repente estaba destrozado o el por qué no había avisado o había planificado mejor mi vuelta, pero explicar todo eso sería volver a aquel último sábado y las cosas estaban aún demasiado recientes como para hacerlo.

Intuí que mi madre se olía que estaba contando las cosas a medias porque, cuando terminé, se quedó en silencio durante un pequeño lapso de tiempo, como valorando si indagar más o dejarme mi espacio. Finalmente, y con la mirada clavada en el fregadero de la cocina, asintió y no me preguntó nada más.

Yo lo agradecí en mi mente, porque aún necesitaba tiempo para procesar lo ocurrido y tenía la impresión de que la herida tardaría en cerrar. Mi padre, por otro lado, continuaba observándome pensativo.

Le vi con intenciones de decirme algo cuando mi madre le empezó a acariciar levemente el brazo en actitud conciliadora. Yo me levanté, dispuesta a salir de la cocina, necesitaba un pequeño respiro después de esa charla o me volvería loca.

—Van a venir los tíos a verte —comentó mi madre antes de que saliera por completo—. No creo que tarden mucho en llegar, quédate pendiente del telefonillo, ¿vale?

Asentí y me senté en el salón en silencio, tratando de controlar como buenamente podía mis respiraciones, lo único que quería en aquel momento era meterme de nuevo bajo mi mullido edredón y fingir que todo desaparecía hasta que dejara de sentir esa agobiante presión en el pecho que indicaba que las cosas no iban bien.

Se me aguaron los ojos al mismo tiempo que intentaba no pensar en cosas negativas, pero era muy difícil. Llevaba todo el día intentando aparentar tranquilidad mientras mi cabeza me gritaba que en tan solo un fin de semana toda mi vida se había desmoronado.

A los pocos minutos sonó el telefonillo y yo me acerqué a la entrada del piso para abrir. Por la pantallita del mismo vi a mis tíos y a mis primos entrando al portal.

Estaba a punto de volver al sillón cuando sonó el timbre de la casa. ¿Tan rápido? Pensé, era físicamente imposible que hubieran subido tan rápido, aun así, abrí la puerta sin mirar. Y no, efectivamente no habían subido tan rápido, los que habían llamado a la puerta habían sido los vecinos de enfrente, los mejores amigos de mis padres.

—¡Hombre, la extranjera! —exclamó Thiago, el padre de familia, antes de pasar.

Su mujer, Olivia, que parecía no poder contener su emoción, me enganchó en un fortísimo abrazo de los que solo ella sabía dar y, de alguna manera eso me ayudó a recomponerme enormemente. Thiago y Olivia eran como otros tíos para mí y los quería muchísimo.

Noches en MadridDonde viven las historias. Descúbrelo ahora