Era Martes, la última semana de Octubre y el reloj marcaba las 10:10 de la mañana. A Flavio y a Samantha les quedaban 84 horas juntos.
En aquella habitación y ajenos al mundo entero, la valenciana dormía plácidamente sobre el chico al que había utilizado por colchón. Flavio se encontraba recto y extendido boca arriba sobre la cama de matrimonio que compartían, mientras que Samantha, enganchada como si su vida dependiera de ello, lo abrazaba con todas sus extremidades, brazos y piernas.
Aunque el moreno siempre era el que solía suplicar y rogar unos minutos más de descanso a su compañera, esta vez fue él el primero en despertarse. Unos mechones rubios y descontrolados le hacían cosquillas en la punta de su barbilla. Al principio todo parecía borroso y confuso, como si las piezas de su cabeza tardasen en encajar. Pero Samantha era simplemente imborrable, no tardó en entender y recordar por qué, con quién y dónde estaba.
Hacía ya algo más de una hora que había notado como los rayos del sol inusual de finales de Octubre, habían entrado por el gran ventanal que ocupaba una de las paredes de la habitación de Samantha. Pero no había decidido hasta ahora, levantarse de la cama.
Apartó con cuidado a la chica de encima, quién con solo el primer movimiento, se movió todavía dormida para acabar hecha un bolillo en el extremo contrario de la cama. Como si lo hubiera entendido hasta en sus parálisis de sueño.
El principal propósito de Flavio era preparar un desayuno para dos. Pero su misión se vió interrumpida por los libros que descansaban en la única estantería del salón. Anoche ni le dio tiempo a fijarse en su existencia.
Lo que había llamado la atención al de las gafas era la ausencia de títulos o portadas siquiera. Eran blancos y ya esta. Tomó el primero de los cinco libros que había en aquella estantería y lo abrió, descubriendo poemas interminables. Su curiosidad aumentaba conforme sus ojos devoraban los versos escritos a mano.
Flavio perdió por completo la noción del tiempo sumergido en aquellas páginas amarillentas, muchas parecían estar escritas en un idioma del que poco entendía pero otras tantas estaban escritas en un perfecto español. Hasta que el sonido de la voz adormilada de Samantha lo trajo de vuelta a la realidad de su casa. Lo estaba llamando desde la habitación.
- ¿Dónde estabas?- me pregunta mientras se remolonea en la cama todavía.
- Preparando el desayuno.- le digo inclinándome sobre ella para darle un beso en la frente. Estaba apunto de volver para empezar lo que le había dicho que estaba haciendo, cuando Samantha me atrapa agarrándome del cuello.
- Umm...Buenos días.- y me da un beso cargado de dulzura.
- Buenos días Samanzi.- le contesto y salgo de la habitación para dejarla riéndose sola.
Que Samantha rebosaba felicidad era un secreto a voces. Estaba dispuesta a vivir en aquella burbuja lo máximo que aquellas 83 horas ya, le dejarán y permitieran. Eran las 11 de la mañana.
Cuando llego a la cocina, me encuentro a Flavio de espaldas a mi con el desayuno ya preparado sobre la mesa. Aprovecho que no me ve para colocar mis manos sobre sus hombros y empezar a dejar pequeños besos por su cuello que le sacan más de una carcajada.
- ¡Mare de déu que cosa més bonica!- le digo en un arrebato de amor.
- ¿Qué?- es lo único que Flavio consigue decirme mientras se sigue riendo. Era la primera vez que le hablaba en Valenciano.
- Era Valencià.- le comento y el parece entender.
Estaba disfrutando del silencio y de mi tostada cuando el chico de repente me sobre salta al decirme algo que no logro entender.