Cautiverio

392 35 6
                                    

Lugonis

Siento como si siempre hubiera estado aquí en este estéril paisaje que nunca cambia y cuando pienso en ello mi estómago se revuelve como si me encontrara enfermo, creo que de algún modo lo estoy, pero no de una enfermedad física ellos se encargaron de que fuera saludable hasta el final de mis días, estoy enfermo del alma de mi mente que me repite día y noche que no está bien, que nada de lo que me rodea está bien o es natural o normal. trago saliva al darme cuenta que las altas paredes de mi estrecha habitación son similares a la enfermería donde estuve mis primeros años de vida. Cuando el lugar me parecía enorme e inexpugnable, con sus paredes blancas y sus focos brillantes que hacían que la luz rebotara como si siempre fuera de día, sin ventanas y con una puerta firmemente sellada que nos ocultaba misterios que en ese momento no nos importaba. Fuimos un grupo realmente pequeño, solo 30 niños en toda Grecia con la misma condición especial que yo.

Los primeros años los asistentes te repiten que eres especial e importante, que eres bueno mientras sistemáticamente te acarician la cabeza con sonrisas carentes de motivo alguno, recuerdo que nos peleábamos por ser cargados y que cualquier acto de violencia o mal comportamiento era rápidamente reprimido por medio del escarmiento social: la violencia es mala la sumisión es bueno. Nos decían a todos dos veces cada hora por lo menos, no recuerdo cuantas veces lo habría escuchado ya, pero al repetir aquella cinta en mi cabeza no puedo evitar estremecerme con pavor como si fuera una pesadilla, solo que esta había sido real. No podíamos pelear o discutir siquiera por algún juguete que quisiéramos, o una rasión extra de comida, los actos violentos, de egoísmo o de autonomía estaban plenamente mal visto, pero incluso podrías salir impune de ellos con una breve disculpa, porque había algo peor que la violencia y la individualidad: la duda.

Cuestionar algo, se podía convertir en la peor experiencia de nuestras jóvenes vidas, poner en interrogante las frases o las reglas terminaba en el mejor de los casos en una fuerte bofetada y en el peor era sacado de la habitación a rastras para desaparecer por días sin dejar rastro alguno. Los demás solo podíamos ver espantados la escena pidiendo no ser los siguientes en cometer semejante error. Nunca supe que era lo que pasaba detrás de esa puerta y como un niño temiente la oscuridad de la noche pensar que algún día tendría que traspasarla me llenaba de una ansiedad abrumadora, cuando me anunciaron que tenía la edad suficiente como para abandonar la guardería que había servido como refugio durante mis primeros cinco años de vida, llore y grite negándome a atravesar la puerta mientras aquellos jóvenes avanzaban sin miedo a lo que para mí era el infierno. Fue inútil, mis necesidades de seguridad no eran de importancia para la sistematización del instituto aun que las enfermeras mostraran su cara amable y repitan que no tuviera miedo que había cosas maravillosas al otro lado. el avanza, dicho por los labios rojos sonaba más como una orden que un consuelo para su aterrada psique que solo podía ver a sus compañeros de ojos perdidos que atravesaban la puerta despacio que me daban el mismo terror que lo desconocido.

Como dijo la enfermera afuera no había los amenazantes monstros que yo imagine, era otra sala de colores pasteles llenos de muñecos de felpa, cosas de cocina, y una serie de dibujos coloridos, quede asombrado y avergonzado por mi actitud pero no es como si el lugar fuera para el disfrute desde el inicio ese lugar seria nuestro salón de clases permanente, dándonos muñecos a cuidar y cátedras que no llegábamos a entender del todo pero ahora a mi edad las encuentro terriblemente perversas que jamás sería capaz de olvidar esos diez años repitiendo las mismas escenas día tras día sin tregua alguna como si de ese modo fuera capaz de penetrar en nuestras cabezas y en muchos de los casos podría decirse que lo logro.

Diez años siendo adiestrados como perros para llevar a cabo tareas específicas, como maquinas como eternos niños que dependieran de los demás, recuerdo que después de cada clase la pedagoga una mujer con una cara redonda nos daba un abrazo cariñoso y un beso a la frente a cada uno de los presentes mimetizando un amor que nos creímos en su momento corriendo a su lado cada que ella entraba en la sala mientras esta con un fingido puchero nos regañaba por suspender nuestras clases por su compañía, mientras nos daba un malvavisco a cada uno, esa pequeña golosina de sabor terriblemente empalagoso que se pegaba en nuestros paladares de algún modo se sentía como si aquel fuera una clase de premio. Llegue a mis quince años mirando los mismos carteles y las mismas muestras de afecto a la hora exacta, como si de perros se trataran esperando que la mujer entrara para darnos esa golosina y un abrazo afectuoso. Incluso si quiero odiarle me es difícil hacerlo por no decir imposible porque ella nunca nos trató mal, aunque su trabajo era ser amable con nosotros, uno de esos monótonos días finalmente paso, la mujer me llamo suavemente tomando mi mano con cuidado mientras me esperaba del grupo, aun sus palabras resuenan en mi cabeza como un eco.

Proyecto IlitíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora