No me gustan las introducciones pero supongo que cada libro merece una ¿No? Cómo un resumen antes de empezar a ojearlo, no basta solo con una portada llamativa. Mi experiencia con este libro fue casi como el nombre que le puse a mis lectores. Pinker...
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El reloj en la sala de castigados resuena con su tic-tac. En su totalidad somos 6 personas aquí, a lo mejor no estuviéramos juntos si no hubiéramos pintado las puertas del baño de mujeres. A los hombres les fue peor, unas horas en la sala de castigos y las otras horas restantes haciendo trabajo comunitario en la escuela.
—Borra esa tristeza de tu rostro, que no me compadece.
La Señorita Gruber está en su escritorio con sus gafas color café oscuro. Desde siempre supe que le caía mal, solo que ahora es ella la que disfruta ver sufrir a la otra.
—No soy una chica mala, así que no me trates mal si me siento triste, ¿Está bien?
Mis compañeros soltaron carcajadas como si hubiera dicho el chiste más gracioso del mundo, mientras yo mostraba seriedad evadiendo la bomba de risa que se ocultaba en mi interior, queriendo ser lanzada a los soldados desprevenidos.
—Por favor, no te enojes sino te regreso la sonrisa.
Todos al oírla se callaron, y yo solté la risa sin temor alguno a las repercusiones.
—Si maldigo, no creas que soy absurda Gru.
—Señorita Gruber, para ti.
¿Con esa nariz de cacatúa que lleva cargada en el rostro? Bobadas Gru, vaya a quejarse con la cigüeña.
—Estoy físicamente exhausta —solté quejidos, estirando los brazos en mi sitio—. Cansada de mis piercings, ya el que cuelga de mi nariz está harto de que lo mueva como si fuera palanca de excusado.
—Estoy masticando chicle para pasar el tiempo de mi tristeza, ¿Quieres?
Dorotea que está sentada en la esquina del salón, me avienta un paquete de chicles. Los cojo en el aire, y lo abro, agradeciéndole.
—¿Estás demasiado ocupado tratando de auto-complacerte? —mastique el chicle, haciendo globos color coral. El compañero a mí lado volteó, ideando en su mente un tema por el cual cambiar la conversación.
—¿Auto-complacerme? Pues te diré, ¿Sabes cómo maldice un pollito a otro?
Mi rostro quedó intacto sin expresiones. ¿Los pollitos maldicen?
—Caldito seas —respondió él, soltando una risotada.
Bienvenidos sean al mundo de los chistes malos.
—Me escribes y dices que es amor, y no puedo creerlo.
Crucé las piernas, apoyando mi rostro en el pupitre.
