Eso bajo la lluvia

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Recuerdo ese día. Corría entre las calles de Nortval, pues una tormenta se había desatado. Una gigantesca nube negra, tan negra como la noche, inundaba el cielo con su colosal poder. Los vientos iban de un lado a otro, moviendo las pesadas gotas de lluvia como si fueran flechas que cruzaban la ciudad. Golpeaban con violencia los edificios y el suelo, era ensordecedor. Todos se refugiaron, pero yo fui el único desafortunado que se quedo afuera, pues mi hogar se encontraba al otro lado de la ciudad. Intenté tocar en todas las puertas que encontraba en mi camino, pero en todas me recibía el silencio.

Vagué bajo la fuerza de la lluvia hasta que ya no pude más. Caí sobre mis rodillas. La fuerza de la tormenta desgastaba lo poco de fuerza que me quedaba. Levanté mi mirada para intentar saber donde estaba. Justamente había caído en la plaza del Caballero de Carmesí. Su estatua estaba ante mí. Imponente. Su piel de bronce resistía tal y como el guerrero de las leyendas resistió en sus batallas. Me arrastré hasta la base de la estatua, donde se podía leer "Blandiendo la espada del pueblo, el caballero de carmesí, defendió nuestro hogar." Me sentí a salvo a los pies del guardián de Nortval. Su presencia hacía que las flechas de la tormenta doliesen menos. Solo me quedaba esperar a que la lluvia cesara.

El tiempo pasaba y la tormenta seguía siendo tan violenta como cuando empezó. En mi piel comenzaban a dibujarse moretones. Entonces, escuché una voz cantar. Sonaba fuerte y distante. Retumbaba por toda la plaza. Debilitado, busqué con la vista la fuente de la melodía. A lo lejos, entre las calles, se movía una figura que brillaba como un fuego turquesa. Avanzaba hacía la plaza, danzando. Con cada dos paso daba un tercero hacia atrás y giraba. Y por cada metro que avanzaba, su melodía se volvía más y más fuerte. No tardó mucho en estar frente a mí, bailando, burlándose. En mi espalda cortadas comenzaban a abrirse. Aquella cosa se rió de mí. Era la burla de un niño a un moribundo. Su risa penetraba en mis oídos junto a su cantar, torturándolos. Eso dejó de bailar, y se acercó. Pude ver su rostro. Un rostro esquelético, sin ojos, ni nariz, pero con una sonrisa. Su piel era grisácea y ardía en una helada llamarada turquesa. Levantó su mano y la posó sobre mi hombro izquierdo. Solté un aullido de dolor. Mi piel, mi carne, mi hueso, todo se estaba congelando. Un frió infernal me quemaba, mientras eso se burlaba. Y en un parpadeo se desvaneció.

A la mañana siguiente me encontraron medio muerto. Tirado frente a la estatua del Caballero de Carmesí. Con el brazo izquierdo desprendido y congelado.

Ríos de sangre: Historias OscurasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora