La ciudad sin nombre

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Hay un mito de una ciudad perdida, más allá del corazón del continente. Donde las cordilleras montañosas se extienden de forma infinita al este. Donde nadie se atreve a explorar. Era un pueblo que en su tiempo creció hasta convertirse en una gloriosa ciudad. Pero de eso ya han pasado siglos. Nadie recuerda su nombre, ni su ubicación, pero sí se recuerda lo que pasó cuando cayó.

Las calles se encontraban llenas, iluminadas con miles de antorchas. La gente celebraba la próxima temporada de cosechas. Danzaban y jugaban. Reían y cantaban. Unos dicen que recitaban plegarias a sus dioses. Otros, que organizaban orgías o sacrificios. Supongo que nadie sabe cómo es que celebraban. Me gusta imaginar que tenían un carnaval, donde bailaban con vestimentas coloridas para que el clima les fuera favorable. Pero estoy divagando. La ciudad estaba en fiesta, y el centro de esta era un enorme templo, tan grande como la Catedral del emperador. En esta se alzaban seis torres con gigantescas campanas de bronce, cada una con una tonalidad distinta. Estas se tocaban cuando el sol estaba en su zenit, y cuando la luna se coronaba entre lo más alto de las estrellas. Producían una canción tan hermosa y serena que apaciguaba a las criaturas más feroces. Pero para la celebración se tocaba una melodía que, según el mito, era capaz de sacarle una sonrisa a demonios y dioses.

Todos esperaban escucharla. Y cuando llegó la medianoche, la primera campanada retumbó. Armoniosa, perfecta. Le secundo una más grave. Luego una aguda. Pronto comenzaron a resonar al unísono, a un ritmo lento. Después, dos campanas hermanas sonaron la una detrás de la otra. Solo faltaba una última campanada, la más importante. Pero cuando esta fue tocada, toda la melodía se destrozó. Su retumbar era como el alarido de un moribundo. Agónico. Inmundo. Cada vez que hacía acto en la melodía, el alma de esta era arrancada. Las antorchas comenzaron a apagarse una a una. La confusión reinó por unos instantes, hasta que la última luz se extinguió. Luego llegaron los gritos. Primero en las zonas más alejadas, luego en los mercados y plazas, al final, en todo el templo.

Algunos intentaban mantener la calma, mas no pudieron al notar como unos seres repugnantes empezaban a salir de la alcantarillas. La sangre comenzó a inundar las calles. Nadie podía distinguir que es lo que atacaba, solo podían escuchar como algo mordisqueaba la carne de las primeras víctimas. Los habitantes de la ciudad luchaban entre ellos para escapar o refugiarse en algún edificio. Se empujaban y aplastaban para sobrevivir. No importaba si había un anciano o un niño en el camino, todos intentaban escapar sin importar qué. Pronto las calles comenzaban a llenarse de muertos. Risas macabras se escuchaban junto a los gritos y llantos. Quienes alcanzaron a refugiarse en los edificios, se armaron y prendieron antorchas, pero esto solo les ayudo a ver las siluetas inhumanas de aquellas criaturas que entraban de las ventanas en oleadas interminables. Cuchillas grasientas apuñalaban a los hombres. Degollaban a los niños para después amontonarlos en pilas de las que se alimentaban esas criaturas. Las mujeres eran arrastradas a las alcantarillas. El eco de sus gritos eran lo último que quedaba de ellas. Los viajeros que estaban en los caminos vieron como columnas de humo verde y negro devoraban la silueta nocturna de la ciudad para nunca más ser vista.

Nadie volvió a ir a ese lugar. Los caminos que atravesaban las montañas se perdieron, tal vez nunca existieron, pues estas son imposibles de navegar. Tal vez y solo tal vez, esto no es más que un mito.

Ríos de sangre: Historias OscurasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora