Tierra muerta y sangre de dragón

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Cuando fuí expulsado de mi tribu, se gritó justicia. Mis hermanos vieron con ira como me alejaba sin que pudieran matarme, pues las reglas de exilio eran sagradas. Mi madre no derramó ni una lagrima, solo se limitó a maldecir mi nacimiento. ¿Por qué?, porque necesitaban un culpable del ultraje de la pureza de la hija del cacique de mi tribu, pues ella es una hija de los dioses, y su pureza estaba reservada para los mismos. Al final, cargaron de culpa al pobre aprendiz de escriba. Aprovecharon mi incredulidad. Prefirieron ignorar las miradas que la joven lanzaba a los "sabios" y a los confidentes del cacique. Por lo que me obligaron a caminar por los desiertos que rodeaban el oasis de Khalanar. Sin más que un poco de agua y semillas, vagué entre las dunas. Mi piel, oscura por nacimiento, se quemaba por los días bajo el sol. Le rezaba a los Grandes, pues mi cuerpo continuaba, sin importar la sed ni el hambre. Parecía que mis dioses me habían maldecido a una tortura eterna. Lo creí con toda mi Ká cuando llegué al fin del mundo. Ése del que mi anciano padre solía cantar en las noches. Caí sobre mis desgastadas rodillas. Un páramo de tierra seca, que al tocarla quemaba, se extendía hasta donde mis ojos permitían. Lloré sin lágrimas. Grité hasta enmudecer. Y maldije a todo ser existente.

Mientras mi Ká se rompía, nubes oscuras empezaron a formarse sobre el fin del mundo, cubriendo el cielo. Rayos comenzaron a caer al suelo, incendiando. Truenos retumbaban como tambores de guerra. Las nubes destellaban con un violento color blanco. Entre la deslumbrante luz pude distinguir una colosal serpiente que portaba alas de demonio. Volaba entre la tormenta, moviendo todo con fuertes vientos. Pero, de entre el caos, una figura gigantesca de un hombre se reveló. Con cada paso que daba, las nubes se iluminaban como hogueras. Cargaba una espada que ardía como el sol. La bestia alada cargó hacia el hombre, golpeándolo con su monstruoso cuerpo, pero el guerrero no se inmutó. Solo se limitó a levantar su flamante espada, esperando el próximo ataque. La serpiente se apresuró a embestir, pero esta vez tenía sus fauces abiertas. El guerrero esperó hasta el último segundo para blandir su espada. Los dos chocaron. El cielo ardió. Miré con horror la batalla. Quería escapar, y no lo hice. Me quedé viendo como ambas fuerzas chocaban la una con la otra. Tormenta y fuego. Dos titanes asesinandose frente a mí.

La espada rasgaba las gigantescas escamas. Los colmillos desgarraban la carne celestial. Los dos estaban heridos, pero la serpiente alada sangraba. Gotas gigantescas caían a la tierra, haciéndola temblar. Lagunas rojizas se formaban en el páramo estéril. El suelo absorbe poco a poco el líquido vital. Algo comenzaba a emerger de entre la tierra. Figuras femeninas. Bellas. Perfectas. Se erguían. Alzaban sus brazos al cielo, estos se extendían. Los dedos se abrían en todas las direcciones y explotaban en un color verde. Sus cabellos marrones crecían y cubrían cada fibra de las féminas.

La pelea continuaba. Las nubes comenzaban a llorar. El guerrero comenzaba a flaquear. No importaba cuantas veces cortará a la serpiente, esta seguía atacando con la fuerza de un huracán. El titán levantó su espada con ambas manos, se preparó para la última carga de la colosal bestia. Cuando estuvo a punto de ser devorado por la serpiente blandió su espada. El filo y la fuerza partieron el cráneo de la criatura y le abrieron las entrañas. Su cuerpo no tardó en caer de entre la nubes. Era hórrido. La sangre y carne volaban por todos lados. Cuando la serpiente chocó contra el suelo, el mundo gritó. Grietas se abrieron y colinas se alzaron. Del cadáver salían ríos de sangre que alimentaron la tierra. De la carne nacieron animales jamás vistos. Con cada parpadeo que daba el paisaje se llenaba de vida. Lo muerto ahora vivía. Los ríos rojizos se tornaban cristalinos. Y a la distancia, en el cielo, se perdía el guerrero, para jamás ser visto por los mortales.

Desde entonces vivo aquí, en este bosque antiguo. Un lugar al que pocos se atreven a entrar. Que divide dos continentes. Dos mundos. Tal vez sea por el canto de las ninfas. Lo laberíntico de su terreno. O, simplemente, el miedo a la montaña del dragón durmiente. Pero sigue siendo un bello lugar. Mi hermoso hogar. El bosque de la eterna primavera.

Ríos de sangre: Historias OscurasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora