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MI VIDA ABURRIDA

―¿Qué pasa?¿Tengo algo en la cara?―Pregunté, al sentir la fija mirada de la pequeña Alison.

―No tienes nada. Solo quería decirte que eres genial.

―No, Ali, solo soy una chica de dieciséis años. No tengo nada especial.

Ella se quedó pensando, encogió los hombros en señal de desinterés y se fue a reunir con sus amigas. Me resultaba curioso observar la interacción infantil, hablaban con asombro sobre cosas triviales. De algo tan simple, ellas creaban un mundo nuevo. Sonreí al verlas reír y disfrutar de su charla.

Los días martes me tocaba ser la asistente de la profesora Butler, la ayudaba con las niñas que practicaban ballet por la tarde. A ella no se le daba bien el trato con los infantes, por lo que me pidió que le diera una mano.

Las chiquitinas me veían como un ser de otro mundo, pero las entendía, yo también solía idealizar a los mayores. Cuando era chica creía que mis padres eran superhéroes, seres perfectos e invencibles. A medida que iba creciendo, me daba cuenta que eran solo simples humanos y mortales.

Mi madre era una persona con la autoestima pisada por una manada de elefantes. Vivía en centros de estética y haciendo dietas de todo tipo. Le encantaba aparentar y quedar bien frente a todo el mundo. Disfrutaba cumplir sus sueños frustrados a través de mí, por ello, me obligaba a practicar ballet casi todos los días. Ella nunca pudo ser bailarina, no la consideraban lo suficientemente buena. Yo poseía cierto talento, pero odiaba tener que tomar clases por obligación.

A mi padre lo podría definir como el "hombre perfección". Le encantaba que su mundo funcionara en armonía, en perfecto orden. Por tal motivo, cargaba un montón de exigencias sobre mi espalda. Quería que fuera la número uno en la escuela, la número uno en danza, la número uno en belleza y la número uno en la vida en general. El segundo lugar era un puesto que él consideraba como un fracaso. Teniéndolo como progenitor, mí día a día se basaba en actuar como robot, siguiendo órdenes y apagando mis sentimientos u opiniones.

Eran mis padres, los amaba, pero eso no quería decir que tenía que permanecer ciega ante sus defectos. No eran héroes, solo eran personas llenas de miedo, traumas y angustias. De cierta manera, me trasmitían la forma estricta en la que los criaron. Mis abuelos eran unos viejos insufribles, su conservadurismo hacía que me alejara de ellos. No los soportaba.

La clase había terminado, recogí mis pertenencias, colgué mi bolso sobre mi hombro y me retiré de la academia.

El viento fresco de mi querido pueblo, golpeó mi cara. Sentí alivio al saber que al fin estaba libre para poder relajarme. Pero una parte de mí sabía que si iba directo a casa, tendría que cumplir con las miles de tareas que me impondrían mis papás. Ellos detestaban verme descansar.

Decidí caminar por Wingwood, el lugar que me vio nacer y crecer. Era un pueblo pequeño donde todos nos conocíamos. Al haber pocos habitantes la intimidad prácticamente no existía, los chismes se transmitían a velocidad de la luz. Por ejemplo, hoy me enteré que Martha, la vecina del frente, encontró a su hijo besuqueándose con una compañera del colegio en la casita del árbol de su patio. Era un dato inservible, pero llegó a mis oídos cuando fui a la tienda a comprar una botella de agua. Por ello, siempre intentaba ser discreta, no deseaba estar en la boca de nadie.

Mientras caminaba a paso lento, un impulso maligno poseyó mi cuerpo. Intentaba contenerme, tenía que ser fuerte. Tenía que concentrarme en que ya no era una nena sin capacidad de raciocinio, era una adolescente capaz de controlarse y de tomar sus propias decisiones. No importaba cuantas veces su nombre golpeara mi cabeza, debía aguantar toda tentación.

Mi vida no es una serieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora