Capítulo 23: Alexander, guía del Inframundo

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Tras avanzar lo que nos quedaba tras la tanda de difuntos con los que habíamos viajado, llegamos a lo que supuse que sería la entrada al Inframundo. Estaba aún más neblinosa que el Estige, por lo que me costó un poco adaptarme. Eso sí, tampoco había demasiado que ver.

No sabría precisar lo asquerosamente mala que fue la primera impresión del lugar que me llevé. Más que las puertas del temible mundo de los muertos, aquello parecía un cruce algo siniestro entre la seguridad del aeropuerto y una autopista interestatal cualquiera. Para mí, que me había esperado verjas de hierro negras, con cráneos incrustados y fuego infernal, supuso una leve decepción.

Había tres entradas distintas, todas ellas equipadas con cámaras de seguridad y aparatos que, según supuse, detectores de intrusos vivos o algo semejante. Un arco negro enorme las cobijaba a todas, que se hallaban bajo un mensaje gigantesco: "ESTÁ ENTRANDO EN EL ÉREBO". Dos de ellas iban lentísimas, mientras que la tercera despachaba a la gente bastante rápido.

Había un sistema de megafonía, y percibía el leve zumbido que indicaba que alguien estaba diciendo algo; pero un gruñido ensordecedor, que, a juzgar por cómo sonaba, procedía de algún animal enorme, ahogaba al interlocutor. 

—Ese que gruñe es Cerbero —me explicó Alexander—. Ya sabes, el perro que guarda la entrada al Hades.

—¿Y dónde demonios está? —me quejé. Ya que no había cráneos en las paredes, al menos quería confirmar la existencia del enorme can de tres cabezas. Y como él tampoco existiera, le iba a perder todo el respeto al Hades—. Porque oírsele se le oye, vaya si se le oye, pero yo no veo al perro por ninguna parte.

—Pues... —de pronto, Alexander se quedó mudo, y oí cómo tragaba saliva—. Va a ser que está ahí delante —añadió con un hilillo de voz, señalando al frente.


Ante nosotros la niebla se había despejado, dejando paso a un enorme rottweiler negro de tres cabezas, tres primorosas cabezas con las bocas chorreando saliva. Se oyó un rugido, que más bien me recordó a la ira del río Estige de hacía media hora escasa, y entonces supe que el pobre perro tenía hambre. Una sonrisa se extendió por todo mi rostro. Guay. Aquel perro era sencillamente genial. El Hades seguía siendo un lugar respetable.

Cerbero estaba sentado entre nosotros y las tres entradas al Érebo. Los muertos pasaban debajo de él sin inmutarse; claro que no tenían que preocuparse de que un perro de ese porte les arrancase la cabeza de un mordisco. Las almas de los difuntos no tenían pinta de ser muy sustanciosas.

—E... E... Es enorme —tartamudeó Alexander, que se había quedado petrificado con el dedo en alto, apuntando al animal.

—¿Qué esperabas, un chihuahua blanquito con dos cabezas de peluche a los lados que midiera veinte centímetros? De verdad... —rezongué—. Cógeme la mochila.

Me descolgué la bolsa del hombro y saqué tres bolsas de patatas fritas tamaño industrial que habíamos cogido. Sí, me iba a acordar cuando tuviera antojo en medio del Infierno, pero con las latas de conserva Cerbero no tenía ni para empezar.

—¿Qué demonios haces? —me preguntó Alexander, que seguía lívido—. No pensarás...

—El pobre animal tiene hambre -me justifiqué, encogiéndome de hombros y avanzando hacia el perro.

Cuando me acerqué, Cerbero levantó la cabeza de en medio, cual periscopio, y olisqueó el aire. Pareció animarse durante unos momentos mientras me buscaba con la vista, hasta que me encontró; juraría que el perro estaba decepcionado, porque soltó un resoplido tristón.

—¡Cerbero! ¡Cerbero, bonito! —grité, sacudiendo una de las bolsas de patatas— . ¿Tienes hambre, Cerbero?

El perro me miró fijamente, y luego olisqueó de nuevo el aire. Le debió llegar el olor a grasaza de las patatas, porque se animó otra vez. Le lancé una de las bolsas, que enganchó con la cabeza derecha y se tragó en un segundo. Las otras dos siguieron rápidamente a la pionera, una para cada cabeza sin alimentar. Recé para que tuviera un solo estómago que llenar.

La Cazadora (PJO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora