Cascó la espalda

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Caminando por la calle voy siguiendo una espalda. La espalda es ancha y se angosta a la altura de las caderas, va desnuda. Huesuda, lívida, a pesar de que con otro clima podría ser de un tono dorado cálido. La cruzan líneas púrpuras, en algunos lados suavizadas, en los otros, crudas. Los pantalones de lona le caen sueltos y se le ve la pretina de los calzoncillos blancos. Camina encorvado, la nuca desnuda. Camina, se desliza entre la gente, no le quito ojo de encima. Se detuvo más adelante antes, se inclinó hacia mí con los ojos rojos y agotados. Yo me estaba abrochando los cordones, había una aglomeración alrededor, todos esperando a que la luz se pusiera en verde en el paso peatonal.

―Qué tal te va.

No le dije nada.

―Así de bien, eh.

Así de bien eh.

Luego se volteó y lo comencé a seguir. Era un tipejo de lo más normal, pero me fascinaba, bueno, cuando lo vi irse ahí fue que comenzó mi fascinación. Nunca había visto una espalda igual, encorvada, reacia, su magnificencia quedaba a la vista en las costillas empujando la piel, las cicatrices que lo atravesaban tan amorosamente. Peculiar me dije, este sujeto que camina en la calle en pleno invierno con el torso descubierto es de lo más peculiar.

―¿Peculiar bueno o peculiar malo? ―Me pregunta mi acompañante que se ha dejado arrastrar por mí de aquí para allá siguiendo al sujeto sin camiseta.

―Solo peculiar. No es necesario ningún apellido.

―Pues mira tú ―Musita con la voz en un hilo.

La miro quizá por primera vez desde que salimos de casa. Su cabeza me llega a los hombros. Si quisiera podría caminar con todas mis fuerzas y ella nunca me alcanzaría, si quisiera, aún no sé si quiero.

―Solo está enfermo ―dice con un aire desdeñoso que me pone en alerta.

―¿Por pasear a torso desnudo?

―¿Tú piensas que no?

―Pienso que es el tipo más cuerdo que me topado en siglos, por eso tanta persecución.

―Cuerdo ―musita.

―Sí, cuerdo. Por qué sino caminaría con absoluta propiedad. Ahora está de pie, ojeando revistas, no sonríe, la verdad, se ve increíblemente deprimido. Salió a la calle sin camisa y hace un frío insoportable y la tristeza no se la puede más, la depre, la, ya sabes, la helada.

―Me perdí ―casca.

Le tomo la mano fría. Pestañea pausadamente. Y se aquieta y pienso: aún no, todavía no, perdona, solo un rato más.

―Ya ―dice.

―Es que no es tan difícil. Tantas cicatrices, dios mío, de dónde vendrán.

―¿Y qué nos importa a nosotros?

―¿Y por qué no debería importarnos?

―No es justo ―masculla―. Ya sé lo que estás haciendo.

―Probablemente se suicide cuando llegue a casa. La gente lo mira y nadie le dice nada.

―Sí porque no hay derecho.

―Porque es más fácil. Todos hundidos. Solo hay que mirarnos las caras. Pero él es valiente y eso lo encuentro una pena.

―Está demente.

―Sí sí, por eso. Es el loco más cuerdo que he visto jamás. Cuando termine sus asuntos en el quiosco lo invitaré a tomar un helado.

―Un helado.

―Sí, un helado. Para ti un café.  

The way the dead loveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora