Algunos de nosotros podemos recordar con exactitud el momento en que llegamos a ciertos hitos en el camino de la vida, la hora maravillosa en que pasamos de la niñez a la adolescencia, la hora encantada, hermosa (o tal vez inquietante y horrible) en que la adolescencia se convierte en madurez, la hora helada en la que nos enfrentamos al hecho de que la juventud quedaba definitivamente a nuestras espaldas, la hora pacífica, triste, en que nos damos cuenta de nuestra edad.
Emily Starr no olvidó nunca la noche en la que pasó el primer hito y dejó la niñez atrás para siempre.
Toda experiencia enriquece la vida y, cuanto más profunda sea esa experiencia, mayor la riqueza que trae consigo. Aquella noche de horror y misterio y de un extraño deleite, maduró su mente y su corazón tanto como el paso de los años. Fue una noche a principios de julio. El día había sido de intenso calor. La tía Elizabeth lo había sufrido tanto que decidió no ir a la reunión de oración. La tía Laura, el primo Jimmy y Emily sí fueron. Antes de salir, Emily pidió y obtuvo el permiso de la tía Elizabeth para quedarse a pasar la noche en la casa de Ilse Burnley. Era un favor poco común. A la tía Elizabeth no le parecían bien, en términos generales, las ausencias durante toda una noche. Pero el doctor Burnley no estaría y su ama de llaves estaba temporalmente ausente por tener un tobillo fracturado.
Ilse le había pedido a Emily que fuera a pasar la noche y a Emily le permitieron ir. Ilse no lo sabía; en realidad, tenía pocas esperanzas de que la dejaran, pero Emily se lo confirmaría en la reunión de oración. Si Ilse no hubiera llegado tarde, Emily se lo habría dicho antes de que la reunión empezara y los infortunios de aquella noche habrían sido probablemente evitados. Pero Ilse, como siempre, llegó tarde, y todo siguió su curso. Emily se sentó en el banco de los Murray, en la parte delantera de la iglesia, junto a la ventana que daba al bosque de abetos blancos y arces que rodeaban la iglesia blanca. Esta reunión de oración no era la habitual reunión semanal de unos pocos fieles. Era una «reunión especial» convocada con miras al inminente domingo de comunión y el orador no era el joven señor Johnson, a quien a Emily le gustaba escuchar, a pesar de su metedura de pata en la Cena de las Damas de Beneficencia, sino un evangelista itinerante concedido por una noche a Shrewsbury. Su fama llenó la iglesia, pero casi todos los presentes declararon después que habrían preferido a su señor Johnson. Emily lo miró con su mirada directa, crítica, y decidió que era zalamero y poco espiritual. Lo escuchó en una oración y pensó: «Dar el buen consejo de Dios y hablar mal del diablo no es orar». Escuchó su discurso unos minutos más y llegó a la conclusión de que era obvio, ilógico y sensacionalista, y entonces se dispuso, calculadamente, a cerrar la mente y los oídos a sus palabras y desparecer en la tierra de los sueños, algo que por lo general podía hacer a voluntad cuando se sentía ansiosa de escapar de la cruda
realidad.
Fuera, la luz de la luna seguía colándose como una lluvia plateada entre los abetos blancos y los arces, aunque un banco de nubes se estaba formando hacia el noroeste y el repetido sonido de los truenos llegaba por el aire silencioso de la calurosa noche de verano, una noche casi sin viento, aunque ocasionalmente una súbita brisa que
parecía más un suspiro sacudía los árboles y ponía a bailar sus sombras en grupos
extraños. Había algo extraño en aquella mezcla de belleza plácida y cotidiana y la amenaza de la tormenta inminente, algo que intrigaba a Emily, y pasó la mitad de la alocución del evangelista componiendo una descripción mental para su cuaderno.
El resto del tiempo lo dedicó a estudiar a los fieles que estaban al alcance de su vista.
Esto era algo de lo que Emily no se cansaba de hacer en las reuniones públicas, y cuanto más crecía más le gustaba. Era fascinante estudiar aquellos rostros variados y especular sobre las historias escritas sobre ellos en misteriosos jeroglíficos.
Todos aquellos hombres y mujeres tenían sus vidas íntimas, secretas que nadie conocía,
salvo ellos mismos y Dios. Otros podían tratar de adivinarlas, y a Emily le encantaba aquel juego de adivinanzas. Durante unos momentos, le parecía que era más que una adivinanza, que en algunos momentos de intensidad ella podía penetrar sus almas y
leer allí motivos y pasiones ocultos que eran, tal vez, un misterio hasta para sus dueños. Para Emily nunca era fácil resistirse a la tentación de hacerlo, aunque nunca se entregaba a ello sin una extraña sensación de estar entrometiéndose donde no debía. Diferente era volar en las alas de la fantasía hacia un mundo ideal de creación, muy diferente de la belleza exquisita, no terrenal, del «destello». Ninguna de estas dos actividades le daba momentos de duda o vacilación.
Pero pasar de puntillas por una puerta abierta momentáneamente, por decirlo así, y atisbar cosas enmascaradas,
jamás dichas, indecibles, en los corazones y las almas de los otros, era algo que siempre traía consigo, junto con su sentido de poder, un sentido de lo prohibido, de sacrilegio casi. Pero Emily no sabía si alguna vez podría resistir la atracción, siempre
había atisbado a través de la puerta y visto las cosas antes de darse cuenta de que estaba haciéndolo. Y casi siempre eran cosas terribles. Por lo general, los secretos son
terribles.
La belleza no se oculta, sólo se oculta la fealdad y la deformidad.
Elder Forsyth ha tenido que ser un inquisidor en otros tiempos -pensó-. Tiene toda la cara. En este preciso momento disfruta del discurso porque el orador habla del infierno, y Elder Forsyth piensa que todos sus enemigos irán a parar al infierno. Sí, por eso parece tan satisfecho. Creo que la señora Bowes por la noche sale volando en una escoba. Se le nota. Hace cuatrocientos años habría sido una bruja y Elder Forsyth la habría quemado en la hoguera. Ella odia a todo el mundo; ha de ser terrible odiar a todo el mundo, tener el alma llena de odio. Debo tratar de describir a una persona así en mi cuaderno. Me pregunto si el odio habrá echado todo el amor fuera de su alma o si aún le quedará algún sentimiento hacia alguien. Si hay algo en ella, puede salvarla. Sería una buena idea para un cuento. Tengo que anotarlo antes de acostarme. Le pediré prestado un pedacito de papel a Ilse. No, aquí
tengo un pedacito en el libro de himnos. Lo escribiré ahora.
Me pregunto qué dirían todas estas personas si de pronto se les preguntara qué quieren más y tuvieran que responder la verdad. Me pregunto cuántos de estos esposos y esposas querrían un cambio. Chris Farrar y su
esposo cambiarían, eso lo sabe todo el mundo. No sé por qué estoy tan segura de que James Beatty y su esposa
también querrían un cambio. Parecen muy contentos el uno con el otro pero una vez la vi a ella mirarlo sin saber
que yo estaba mirándola a ella y, ay, me pareció ver dentro de su alma, a través de sus ojos, y vi que lo odiaba, y que le temía. Ahora está sentada a su lado, pequeña, delgada, sin atractivo, con la cara gris y los cabellos opacos, pero, en esencia, esa mujer es una llama roja de rebeldía. Lo que ella desea más que nada es liberarse de él, o, por lo menos, por una vez devolverle el golpe. Eso le daría satisfacción.
Ahí está Dean, ¿qué lo habrá hecho venir a una reunión de oración? Está muy solemne, pero hay una expresión burlona en sus ojos.
El señor Sampson «¿qué dice el señor Sampson?», ah, algo acerca de las vírgenes sabias. Yo odio a las vírgenes sabias, me parecen tan egoístas. Podrían haberles dado un poquito de aceite a las
pobres tontas. No creo que Jesús haya querido alabarlas más que al mayordomo injusto; creo en realidad que Él
sólo quería advertirles a las tontas que no deben ser negligentes y tontas porque, en ese caso, no deben esperar ayuda de las personas prudentes y egoístas. Me pregunto si será un pecado sentir que preferiría estar fuera con las tontas tratando de ayudarlas y consolarlas y no dentro,
regocijándome con las sabias. Además, sería más interesante.
Ahí están la señora Kent y Teddy. Ay, ella sí necesita mucho algo, no sé qué es pero es algo que no puede conseguir, y la ansiedad por conseguirlo la atormenta día y noche. Por eso se aferra tanto a Teddy, lo sé. Pero no
sé qué es lo que la hace tan diferente de las otras mujeres. Nunca he podido penetrar en su alma, la mantiene
cerrada para todo el mundo, jamás entreabre la puerta.
¿Y qué es lo que yo quiero más? Subir por el Sendero Alpino hasta el final.
Y escribir sobre el papiro reluciente el humilde nombre de una mujer.
Todos tenemos hambre de algo. Todos queremos nuestra parte de pan en la vida, pero el señor Sampson no puede dárnoslo. ¿Y qué querrá él más que nada? Su alma está tan sofocada que no puedo ver dentro de ella.
Quiere muchas cosas sórdidas, no hay nada lo bastante fuerte para dominarlo. El señor Johnson quiere ayudar a
las personas y predicar la verdad. Y la tía Janey lo que más quiere es ver a todo el mundo pagano cristianizado. En el alma de ella no hay deseos oscuros. Y sé lo que quiere el señor Carpenter: que le devuelvan la oportunidad que
perdió. Katheríne Morris quiere que le devuelvan la juventud, a las jóvenes nos odia precisamente porque somos jóvenes. El viejo Malcolm Strang lo único que quiere es vivir un año más, aunque sólo sea un año más, nada más vivir, no morirse. Ha de ser espantoso no tener otra razón para vivir que no sea escapar a la muerte. Sin embargo,
él cree en el cielo, piensa que se va a ir al cielo. Si pudiera ver mi «destello» aunque sólo fuera una vez, no odiaría tanto la idea de morirse, pobre viejo. Y Mary Strang quiere morirse, antes de que algo terrible a lo que le teme mucho la torture y la mate. Dicen que es cáncer. Ahí está el señor Morrison, en la galería. Todos sabemos lo que él
quiere: encontrar a su Annie. Tom Sibley quiere la luna, creo, y sabe que nunca podrá alcanzarla, por eso la gente dice que le falta un tornillo. Amy Crabbe quiere que Max Terry vuelva con ella, es lo único que le importa.
Mañana tengo que escribir todo esto en el cuaderno. Son cosas fascinantes aunque, después de todo, me gusta más escribir de cosas hermosas. Sin embargo, esto tiene un sabor que las cosas hermosas no tienen. Esos bosques de ahí afuera, qué hermosos son con esos tonos plateados y las sombras. La luz de la luna está haciendo algo
extraño con las losas del cementerio, hasta las más feas parecen bonitas. Pero hace un calor terrible, sofocante, y
los truenos se oyen cada vez más cerca. Espero que Ilse y yo lleguemos a casa antes de que se desate la tormenta.
Ah, señor Sampson, señor Sampson, Dios no es un Dios airado, usted no lo conoce nada si dice eso. Estoy segura de que Él se apena cuando nosotros somos malos y tontos, pero Él no tiene rabietas. Su Dios y el de Ellen Green son exactamente iguales. Me encantaría levantarme y decirlo en voz alta, pero no es una tradición de los Murray contestar en la iglesia. Usted hace que Dios parezca espantoso, y Él es hermoso. Lo odio, señor Sampson, gordito
tonto, por hacer espantoso a Dios.
A lo cual el señor Sampson, que había reparado varias veces en la mirada intensa y concentrada de Emily y pensaba estar impresionándola profundamente, habiendo despertado en ella la conciencia de su estado de pecado, terminó con un último y
apremiante grito de súplica y se sentó. En la atmósfera cerrada y opresiva de la iglesia llena e iluminada con lámparas, los presentes exhalaron un perceptible suspiro de alivio y casi no esperaron el himno y la bendición para apresurarse a salir al aire
fresco. Emily, atrapada en la corriente y separada de la tía Laura, se vio arrastrada por la puerta del coro hacia la izquierda del púlpito. Tardo en poder zafarse de la multitud y correr a la puerta principal, donde esperaba encontrarse con Ilse. Allí había otra densa multitud, aunque se dispersaba rápidamente, pero Emily no vio a Ilse. De pronto, Emily se dio cuenta de que no llevaba su libro de himnos. Volvió de prisa a la
puerta del coro. Seguramente lo había dejado en el banco, y eso sería terrible. Dentro
del libro había guardado un papelito en el que había tomado algunas notas furtivas durante el último himno: una descripción bastante mordaz de la señorita Potter en el coro, un par de frases satíricas sobre el señor Sampson y algunas fantasías sueltas que deseaba ocultar más que nada porque en ellas había algo de ensueño que habría hecho que la lectura de ojos extraños fuera un sacrilegio.
El viejo Jacob Banks, el sacristán, un poco ciego y bastante sordo, estaba
apagando las lámparas cuando ella entró. Había llegado a las dos de la pared que había detrás del púlpito. Emily cogió su libro de himnos del soporte pero el papelito
no estaba dentro. A la débil luz, en el momento en que Jacob Banks apagaba la última
lámpara, Emily lo vio en el suelo, debajo del asiento de delante. Se arrodilló y lo alcanzó. En aquel momento, Jacob salió y cerró la puerta del coro. Emily no se dio
cuenta de que el sacristán se había ido; la iglesia seguía iluminada levemente por la luz que todavía no había perdido la batalla contra las nubes en rápido avance. Pero aquel no era el papelito que ella buscaba, ¿dónde podía estar? Ah, ahí, por fin. Emily lo recogió y corrió hacia la puerta, pero ésta no se abrió.
En aquel momento, Emily se dio cuenta de que Jacob Banks se había ido, de que estaba sola en la iglesia. Estuvo un rato tratando de abrir la puerta y luego llamando
al señor Banks. Por fin corrió por la nave central hacia la puerta. Al hacerlo oyó las ruedas del último coche al girar frente a la iglesia y comenzar a alejarse; al mismo tiempo las oscuras nubes se tragaron la luna y la iglesia quedó envuelta en la oscuridad, una oscuridad espesa, caliente, sofocante, casi tangible. Emily gritó, llena de pánico, golpeó la puerta, sacudió frenéticamente el picaporte de arriba abajo,
volvió a gritar. ¡No podían haberse ido todos, alguien tenía que oírla!
-¡Tía Laura! ¡primo Jimmy! ¡Ilse! -gritó y, por fin, en un alarido de
desesperación-: ¡Ay, Teddy, Teddy!
Un relámpago blanco azulado atravesó el pórtico, seguido de un trueno.
Comenzaba una de las peores tormentas en los anales de Blair Water, y Emily Starr estaba encerrada en la iglesia a oscuras, entre los bosques de arces, ella, que siempre había tenido un miedo irracional a las tormentas de truenos, un miedo instintivo que
nunca había podido superar y que dominaba sólo a medias.
Se dejó caer, temblando, en la escalera de la galería, y se acurrucó. Alguien vendría, sin duda, cuando se dieran cuenta de su ausencia. Pero ¿se darían cuenta?
¿Quién podía notar su falta? La tía Laura y el primo Jimmy supondrían que estaba con Ilse, como se había acordado. Ilse, que evidentemente se había ido a su casa
creyendo que Emily no iría con ella, supondría que se había ido a la Luna Nueva.
Nadie sabía dónde estaba, nadie vendría a buscarla. Debería quedarse allí en aquel
lugar horrible, solitario y lleno de ecos, porque ahora la iglesia que tan bien conocía y quería por lo que evocaba de la Escuela Dominical, de las canciones y las caras
bondadosas de los amigos, se había vuelto un lugar fantasmagórico y desconocido, lleno de amenazadores terrores. No había escapatoria. Las ventanas no se abrían. La
iglesia se ventilaba mediante unos paneles que había cerca del techo que se abrían y cerraban tirando de un alambre. Ella no llegaba hasta allí, pero, aunque los hubiera
alcanzado, tampoco podría salir por ellos.
Se encogió en el escalón, temblando de pies a cabeza. Ya los truenos y los relámpagos eran casi incesantes, la lluvia golpeaba contra las ventanas, no eran gotas
sino cortinas de agua, y unas ráfagas intermitentes de granizo atronaban los vidrios.
De pronto, se levantó viento y comenzó a ulular alrededor de la iglesia. No era su
vieja amiga de la niñez, la neblinosa «Señora Viento», la de las alas de murciélago, sino una legión de brujas ululantes. Una vez había oído decir al señor Morrison, el loco: «El príncipe de la fuerza del aire gobierna el viento». ¿Por qué se le ocurría
pensar en el señor Morrison ahora? ¡Cómo se sacudían las ventanas, como si los jinetes demoníacos de la tormenta las batieran! Había oído un cuento disparatado de alguien que, una noche, hacía muchos años, había oído tocar el órgano en la iglesia vacía. ¿Y si empezaba a tocar ahora? La imaginación no tenía límites para las cosas
horribles y grotescas que podían hacerse realidad. ¿No crujía la escalera? La
oscuridad entre un relámpago y otro era tan intensa y parecía tan espesa... Emily
tenía miedo de que la tocara y escondió la cara en el regazo.
Pero a los pocos minutos pudo controlarse y comenzó a darse cuenta de que no estaba actuando a la altura de las tradiciones de los Murray. Se suponía que los Murray no se desmoronan así. Los Murray no se dejan amilanar por un estúpido
pánico a los truenos. Aquellos antiguos Murray que dormían en el cementerio privado
del otro lado del estanque la habrían despreciado como a una descendiente indigna.
La tía Elizabeth habría dicho que era su parte de Starr que salía a la superficie. Debía
ser valiente; después de todo, había pasado momentos peores: la noche que comió la
manzana envenenada de John el Altivo, la tarde que se cayó de las rocas en Malvern Bay. Esto le había sucedido de manera tan repentina que se había dejado atrapar por el terror antes de poder prepararse. Debía recuperar el control. No iba a ocurrirle nada
malo, nada peor que tener que quedarse toda la noche en la iglesia. Por la mañana podría atraer la atención de cualquiera que pasara. Ya haría más de una hora que
estaba aquí y no le había pasado nada, a menos, claro, que el cabello se le hubiera vuelto blanco, como tenía entendido que sucedía a veces. En varios momentos había
sentido una sensación muy extraña e intensa en las raíces. Emily se cogió la larga trenza y esperó el siguiente relámpago. Cuando éste vino, corroboró que el cabello
seguía siendo negro. Suspiró de alivio y comenzó a animarse. La tormenta pasaba.
Los truenos se espaciaban y eran más suaves, aunque seguía lloviendo y el viento
seguía girando y ululando alrededor de la iglesia y entraba como con un silbido tétrico por el gran agujero de la cerradura.
Emily enderezó los hombros y con mucha cautela bajó un escalón. Pensó que sería mejor tratar de volver a la iglesia. Si venía otra nube, un rayo podía caer sobre la aguja de la iglesia, recordó que siempre caían rayos sobre las agujas de las iglesias; y entonces la aguja se derrumbaría sobre el pórtico, justo encima de ella. Iría a sentarse en el banco de los Murray; se comportaría con calma, sensatez y sentido común, se avergonzaba de su pánico, aunque había sido terrible.
Ahora la rodeaba una oscuridad suave, pesada, aún con la fantasmagórica
sensación de que era algo que uno podía tocar, producto tal vez del calor y la humedad de la noche de julio. El pórtico era muy pequeño y estrecho; en la iglesia no se sentiría tan sofocada y oprimida.
Estiró una mano para agarrarse del pasamanos de la escalera y tratar de
incorporarse sobre sus pies ateridos. La mano no tocó el pasamanos de la escalera sino... cielo santo, ¿qué era?... algo peludo. El alarido de terror se le congeló en los
labios y unas pisadas suaves bajaron los escalones junto a ella. Hubo un relámpago y,
al pie de la escalera, vio un inmenso perro negro, que se había vuelto y la miró antes de desaparecer, cuando volvió la oscuridad. En aquella fracción de segundo Emily vio los ojos del perro mirándola, brillantes y rojos, como los de un diablo.
Emily sintió que las raíces del pelo comenzaban a erizarse otra vez, y que un
gusano muy grande y muy frío comenzaba a reptar lentamente por su columna vertebral. Ni siquiera pudo gritar. En lo único en que pudo pensar al principio fue en
el espantoso sabueso infernal del Castillo Manx en Peveril of the Peak. Durante unos
minutos su terror fue tan grande que se sintió físicamente mal. Luego, con un esfuerzo nada infantil en su determinación (creo que en aquel momento fue cuando Emily dejó por completo de ser una niña) recuperó el control de sí misma. No se
dejaría vencer por el miedo, apretó los dientes y las manos temblorosas, sería valiente... sensata. Aquel animal no era más que un perro de Blair Water que había seguido a su dueño a la galería, y se había quedado allí. Había ocurrido otras veces.
Otro relámpago le reveló que el pórtico estaba vacío. Era evidente que el perro se había ido a la iglesia. Emily decidió quedarse donde estaba. Se había recuperado del
pánico, pero no quería volver a sentir el roce de una nariz fría o de un flanco peludo en la oscuridad. Jamás olvidaría el horror del momento en que había tocado al animal.
Ya serían las doce de la noche; la reunión había terminado a las diez. El ruido de la tormenta casi había cesado. El viento soplaba con fuerza a veces, pero de vez en
cuando había un silencio que sólo interrumpían las gotas de agua, cada vez más esporádicas. El trueno seguía murmurando y había relámpagos a intervalos
frecuentes, pero de una luz más suave, más pálida, no el resplandor violento que había parecido envolver todo el edificio en un fulgor de un azul intolerable,
quemándole los ojos. Poco a poco el corazón retomó los latidos normales. Le volvió
la capacidad de pensamiento racional. No le gustaba la situación en que se encontraba, pero comenzó a hallarle posibilidades dramáticas. ¡Ay, qué capítulo para
su diario, o para su cuaderno y, más aún, para la novela que escribiría algún día! Era
una situación creada expresamente para la heroína que, por supuesto, debía ser
rescatada por el héroe. Emily comenzó a idear la escena, añadiéndole cosas, haciéndola más intensa, buscando palabras para expresarla. Después de todo, era bastante interesante.
Sólo le habría gustado saber dónde estaba el perro. ¡Qué impresión daba la pálida luz de los relámpagos sobre las losas de las tumbas que alcanzaba a ver por la ventana del pórtico! ¡Qué extraño parecía el conocido valle con aquella extraña iluminación! ¡Cómo gemía, suspiraba y se quejaba el viento! Aunque ahora había vuelto a ser la Señora Viento, la suya. La Señora Viento era una de las
fantasías de la niñez que Emily había llevado consigo hasta la madurez, y ahora la
consolaba, dándole la sensación de una antigua amistad. Los jinetes salvajes de la tormenta se habían ido y su amiga, el hada, había regresado. Emily exhaló un suspiro
de de satisfacción. Lo peor había pasado y, al fin y al cabo, se había portado bastante
bien, ¿no? Comenzó a sentir otra vez respeto por sí misma.
¡Pero, de pronto, Emily se dio cuenta de que no estaba sola!
Cómo lo supo no podría haberlo explicado nunca. No oyó nada, no vio nada y no sintió nada, y sin embargo sabía, sin lugar a dudas, que había una Presencia en la oscuridad, arriba, en la escalera.
Se volvió y miró hacia arriba. Era horrible mirar, pero era menos horrible tener a ese... algo... enfrente que a la espalda. Miró la oscuridad con los ojos dilatados por el espanto, pero no vio nada. Y en aquel momento oyó una risa baja arriba, una risa
que casi le paralizó el corazón, la risa espantosa, inhumana de los que han perdido la
razón. No le hubiera hecho falta el relámpago que lo iluminó todo en aquel momento para saber que el señor Morrison, el loco, estaba en alguna parte de la escalera, por encima de ella. Pero hubo un relámpago y lo vio, y sintió que se hundía en un helado golfo de frialdad y no pudo ni siquiera gritar.
La imagen del hombre, grabada en el cerebro de Emily por el relámpago, no la abandonó. Estaba agachado cinco escalones por encima de ella, con la cabeza de cabellos grises echada hacia adelante. Ella advirtió el brillo de los ojos, los dientes amarillos, como colmillos, visibles en una horrible sonrisa, la mano larga, delgada, roja como la sangre, tendida hacia ella, casi tocándole el hombro.
Un inmenso pánico sacó a Emily de su trance. Se puso en pie de un salto soltando un agudo grito de terror.
-¡Teddy! ¡Teddy! ¡Sálvame! -gritó, como loca.
No sabía por qué llamaba a Teddy, ni siquiera se dio cuenta de haberlo llamado, sólo lo recordó después, como uno recuerda el grito que nos despierta de una pesadilla. Sólo supo que necesitaba ayuda, que se moriría si esa mano horrenda la tocaba. No debía tocarla.
Bajó los escalones a saltos, se metió en la iglesia y corrió por el pasillo central.
Debía esconderse antes del siguiente relámpago, pero no en el banco de los Murray.
Él la buscaría allí. Se metió en uno de los bancos del medio y se acurrucó en el suelo,
en un rincón. Tenía el cuerpo empapado por un sudor frío. Estaba atenazada por un
terror incontrolable. Lo único en lo que podía pensar era en que no debía tocarla, aquella mano roja como la sangre del viejo loco no debía tocarla.
Pasaron minutos que parecieron años. Luego oyó pisadas, pisadas que iban y venían y sin embargo parecían acercarse lentamente a ella. De pronto se dio cuenta de lo que estaba haciendo el otro. Recorría cada banco, sin esperar la luz del relámpago, tanteando. Era verdad que la buscaba. Ella había oído que a veces seguía a
muchachas jóvenes pensando que eran Annie. Si las alcanzaba, las cogía con una
mano y con la otra les acariciaba la cara y el cabello con cariño, mientras murmuraba
seniles palabras afectuosas. Nunca le había hecho daño a ninguna, pero tampoco las había dejado escapar; las muchachas siempre habían sido rescatadas por alguna otra persona. Se decía que Mary Paxton, de Derry Pond, jamás había vuelto a ser la misma, que sus nervios nunca se recuperaron de la experiencia.
Emily sabía que era cuestión de tiempo el que él llegara al banco donde ella se ocultaba, ¡tanteando la oscuridad con aquellas manos! Lo único que le permitía
mantener la mente despierta, a pesar de su cuerpo paralizado, era pensar que, si perdía la conciencia, aquellas manos la tocarían, la abrazarían, la acariciarían. El relámpago siguiente lo iluminó entrando en el banco de al lado. Emily dio un salto y salió corriendo hacia el otro lado de la iglesia. Volvió a esconderse: él la buscaría, pero ella volvería a eludirlo. Podía continuar así toda la noche y la fuerza de un loco sería más resistente que la suya. Al fin podría caer exhausta y él se abalanzaría sobre
ella.
Durante lo que a Emily le parecieron horas continuó aquel demente juego del escondite. En realidad, apenas duró media hora. Ella ya no era una criatura racional,
al menos no más racional que su perseguidor. Ella no era más que un objeto
horrorizado que se agachaba, saltaba, gritaba. Una y otra vez él la obligó a salir de su
escondite con una paciencia astuta e implacable. La última vez, ella había estado
cerca de una de las puertas del pórtico y, desesperada, la atravesó corriendo y al soltarla se la cerró a él en la cara. Con sus últimas fuerzas, trató de sostener el
picaporte para que él, al otro lado, no pudiera hacerlo girar. Y mientras hacía fuerza oyó... ¿era un sueño?... la voz de Teddy que la llamaba desde la escalinata del otro lado de la puerta.
-Emily... Emily... ¿estás ahí?
Ella no supo cómo había llegado él, no se lo preguntó, sólo supo que él estaba allí.
-¡Teddy, estoy encerrada en la iglesia! -gritó-, y el Loco Morrison está aquí y... ay, ay, rápido, rápido, sálvame, sálvame!
-¡La llave de la puerta está colgada ahí, en un clavo a tu derecha! -gritó Teddy -. ¿Puedes alcanzarla y abrir la puerta? Si no puedes, rompo la ventana del pórtico.
En aquel momento, se abrieron las nubes y el pórtico quedó iluminado por la luz de la luna. Entonces Emily vio con toda claridad la gran llave, que colgaba, alta,
sobre la pared, junto a la puerta principal. Corrió hacia ella y la cogió justo en el momento en que el Loco Morrison conseguía abrir la puerta y entraba en el pórtico, con el perro detrás. Emily abrió la puerta y cayó en brazos de Teddy justo a tiempo
para eludir aquella mano roja como la sangre, tendida hacia ella. Oyó que el Loco Morrison exhalaba un salvaje alarido de desolación al ver que ella se le escapaba.
Sollozando y temblando, se abrazó a Teddy.
-¡Ay, Teddy, sácame de aquí, sácame rápido, ay, que no me toque, Teddy, que no me toque!
Teddy la puso detrás de su cuerpo y encaró al señor Morrison en la escalinata de piedra.
-¿Por qué la ha asustado así? -preguntó, irritado.
El Loco Morrison sonrió, como disculpándose, bajo la luz de la luna. De pronto, había dejado de ser violento y sólo era un pobre hombre desdichado que buscaba a su enamorada.
-Busco a Annie -murmuró-. ¿Dónde está Annie? Pensé que la había encontrado. Yo sólo quería encontrar a mi hermosa Annie.
-Annie no está aquí -dijo Teddy, apretándole más la mano fría a Emily.
-¿Tú no sabes dónde está Annie? -preguntó el Loco Morrison, con esperanza -. ¿No puedes decirme dónde está mi Annie, morena?
Teddy estaba furioso con el Loco Morrison por haber asustado a Emily, pero el penoso ruego del anciano lo conmovió, y el artista que había en él respondió a los valores de la imagen que se le presentaba con el fondo de la iglesia blanca, iluminada por la luna. Pensó que le gustaría pintar al Loco Morrison de pie, allí, alto y enjuto,
con su abrigo gris, su barba y sus cabellos largos y blancos y esa búsqueda eterna en
los ojos vacíos y hundidos.
-No, no sé dónde está -contestó dulcemente-, pero creo que algún día la encontrará.
El Loco Morrison suspiró.
-Ah, sí. Algún día la alcanzaré. Vamos, perrito, vamos a buscarla.
Seguido por el viejo perro negro, bajó los escalones, cruzó el jardín y se alejó por el largo camino mojado y sombreado por los árboles. Al irse, se fue para siempre de
la vida de Emily. Ella no volvió a ver al Loco Morrison. Pero en aquel momento se quedó mirándolo, comprendiéndolo, y lo perdonó. Para sí mismo, él no era el viejo repulsivo que le parecía a ella sino un joven enamorado galante en busca de su bella novia perdida. La penosa belleza de esa búsqueda la intrigó, incluso en ese momento tan inmediato a su hora de angustia.
-Pobre señor Morrison -dijo sollozando mientras Teddy a medias la ayudaba, a medias la llevaba hasta una de las losas, a un lado de la iglesia.
Se sentaron allí hasta que Emily recuperó la compostura y pudo contar su historia,
o al menos lo más sobresaliente. Sentía que nunca podría contar, tal vez ni siquiera escribir en su cuaderno, todo el alcance de su miedo. Eso estaba más allá de las
palabras.
-Y pensar -dijo, sollozando- que la llave estaba allí. Yo no lo sabía.
-El Viejo Jacob Banks siempre cierra la puerta principal por dentro con esa llave inmensa y después la cuelga de ese clavo -aclaró Teddy-. La puerta del coro sí la
cierra con una llavecita que se lleva a su casa. Lo hace siempre desde que una vez, hace tres años, perdió la llave grande y estuvo semanas sin encontrarla.
De pronto, Emily tuvo conciencia de lo extraño que era que Teddy hubiera acudido.
-¿Cómo es que has venido, Teddy?
-Bueno, tú me has llamado -respondió él-. Me has llamado, ¿no?
-Sí -contestó Emily, despacio-, cuando he visto al señor Morrison. Pero, Teddy, no puedes haberme oído, no has podido. Tansy Patch queda a un kilómetro y
medio de aquí.
-Pues te he oído -insistió Teddy, empecinado-. Estaba durmiendo y me he
despertado. Decías «Teddy, Teddy, sálvame» y era tu voz, con toda claridad. Me he levantado, me he vestido volando y he venido lo más rápido que pude.
-¿Cómo has sabido que estaba aquí?
-Ah, eso no lo sé -replicó Teddy, confuso-. No me he parado a pensarlo. Sabía que estabas en la iglesia cuando he oído que me llamabas y que tenía que llegar lo antes posible. Es... es muy raro -balbuceó, no muy seguro de lo que decía.
-Me... me da un poco de miedo -dijo Emily, estremeciéndose-. La tía
Elizabeth dice que yo tengo la segunda visión, ¿te acuerdas de la madre de Ilse? El señor Carpenter dice que soy psíquica; no sé bien lo que quiere decir, pero creo que preferiría no serlo.
Volvió a estremecerse. Teddy pensó que tenía frío y, no teniendo nada para ponerle sobre los hombros, le pasó el brazo, en un gesto algo tímido, porque la
dignidad y el orgullo de los Murray podían considerarse ofendidos. Emily no tenía frío en el cuerpo, sino que una ráfaga helada le había atravesado el alma. Algo
sobrenatural, un misterio que ella no podía comprender, le había pasado demasiado
cerca en aquella cita tan extraña. Sin querer, se acurrucó contra Teddy, intensamente consciente de la ternura del muchacho, que percibía detrás de la frialdad de su timidez infantil. De pronto, Emily supo que quería a Teddy más que a nadie, más incluso que a la tía Laura, a Ilse o a Dean.
El brazo de Teddy se apretó un poquito más.
-Sea como fuere, me alegro de haber llegado a tiempo -dijo él-. De lo
contrario, ese viejo loco te habría matado del susto.
Se quedaron sentados unos minutos en silencio. Todo parecía tan maravilloso, bello y algo irreal. Emily pensó que estaba soñando, o metida de uno de sus cuentos.
La tormenta había pasado y la luna había vuelto a brillar con toda su claridad. El aire
fresco estaba lleno de voces seductoras: la voz caprichosa de las gotitas de lluvia que caían de las ramas de los bosques de arce a sus espaldas, la voz antojadiza de la
Señora Viento alrededor de la iglesia blanca, la voz lejana y fascinante del mar y, todavía más lejanas y desconocidas, las vocecitas remotas, de la noche. Emily las oía
todas, al parecer más con el oído del alma que del cuerpo, pues nunca las había oído antes. Más allá había campos, bosques y caminos, agradablemente sugerentes, como
si reflexionaran en secreto sobre los duendes, a la luz de la luna. Las margaritas de un blanco plateado asentían y se mecían por todo el cementerio, encima de las tumbas
recordadas o de las tumbas olvidadas. Un búho rió de una manera deliciosa en el viejo pino. Ante un sonido tan mágico, «el destello» místico se apoderó de Emily, sacudiéndola como un viento fuerte. Le parecía como si ella y Teddy estuvieran
completamente solos en un mundo maravillosamente nuevo, creado para ellos sólo
con la juventud, el misterio y el deleite. Parecían ser parte de la fresca y suave fragancia de la noche, de la risa del búho, de las margaritas que bailaban en el aire
lleno de sombras.
En cuanto a Teddy, pensaba que Emily estaba preciosa bajo la pálida luz de la luna, con sus ojos sombreados y misteriosos y los rizos oscuros cayéndole sobre el cuello de nieve. Apretó el brazo un poco más, y la dignidad y el orgullo de los Murray siguieron sin protestar.
-Emily -susurró Teddy-, eres la chica más maravillosa del mundo.
Tantos millones de chicos han dicho estas palabras con tanta frecuencia a tantos millones de chicas, que deberían sonar muy usadas. Pero, cuando se escuchan por primera vez en algún momento mágico de la adolescencia, son nuevas, frescas y maravillosas, como si acabaran de atravesar los cercos del jardín del Edén.
Señora, sea usted quien sea y tenga la edad que tenga, sea sincera, admita que la primera vez que oyó esas palabras de labios de un tímido enamorado fue el gran momento de su vida. Emily se estremeció de los pies a la cabeza con una sensación de una dulzura hasta entonces desconocida y casi aterradora, una sensación que era para los sentidos lo que su «destello» era para el espíritu. Es concebible y no totalmente reprensible el que lo siguiente fuera un beso. Emily pensó que Teddy iba a besarla; Teddy sabía que lo haría y todo indicaba que no iba a recibir un sopapo como le había sucedido a
Geoff North.
Pero no pasaría así. Una sombra que se había escurrido por el portón y había avanzado por la hierba húmeda se detuvo ante ellos y tocó a Teddy en el hombro justo en el momento en que él inclinaba su cabeza de brillantes cabellos negros. Él levantó la mirada, sorprendido. Emily levantó la mirada. La señora Kent estaba de
pie, allí, sin sombrero, con la cara cruzada por la cicatriz a la luz de la luna, mirándolos con expresión trágica.
Emily y Teddy se pusieron de pie con tanta rapidez que pareció que los había accionado un resorte. El mundo de hadas de Emily se desvaneció como una pompa de jabón. Estaba en un mundo completamente distinto, un mundo absurdo, ridículo. Sí, ridículo. Todo de pronto se había vuelto ridículo. ¿Podía haber algo más ridículo que
la madre de Teddy estuviera allí y los hubiera sorprendido a las dos de la madrugada
(¿cómo era aquella palabra espantosa que había oído recientemente por primera vez?
... ah, sí, besuquearse) besuqueándose en la tumba de ochenta años de antigüedad de
George Horton? Así lo verían los demás. ¿Cómo podía algo ser tan hermoso en un instante y tan absurdo al siguiente? Ella era una brasa de vergüenza de la cabeza a los pies. Y Teddy..., ella sabía que Teddy se sentía un tonto.
Para la señora Kent no era ridículo, era espantoso. Para sus celos anormales, el incidente tenía una significación siniestra. Miró a Emily con sus ojos vacíos,
hambrientos.
-De manera que estás tratando de robarme a mi hijo -dijo-. Él es lo único que tengo y tú estás tratando de robármelo.
-¡Ay, mamá, por lo que más quieras, sé razonable! -murmuró Teddy.
-Me dice... me dice que sea razonable -repitió trágicamente la señora Kent mirando a la luna-. ¡Razonable!
-Sí, razonable -dijo Teddy, enfadado-. No tienes por qué armar tanto barullo.
Emily quedó encerrada en la iglesia por accidente y el Loco Morrison estaba dentro.
Casi la mata del susto. Yo vine a sacarla y estábamos sentados aquí para que se recuperara del susto y pudiera regresar a su casa. Eso es todo.
-¿Cómo sabías que estaba aquí? -preguntó la señora Kent.
¡Eso, cómo! Pregunta difícil de responder. La verdad sonaba como un invento tonto y estúpido. De todas maneras, Teddy lo explicó:
-Ella me ha llamado -dijo, sin más.
-Y tú la has oído, desde un kilómetro y medio de distancia. ¿Quieres que te
crea? -preguntó la señora Kent, con una carcajada.
Emily ya había recuperado la compostura. En ningún momento de su vida Emily Byrd Starr estaría desconcertada mucho rato. Se irguió con orgullo, y a la luz difusa,
a pesar de sus rasgos Starr, era como seguramente había sido Elizabeth Murray hacía
más de treinta años.
-Señora, lo crea o no, es la verdad -dijo, altiva-. Yo no le estoy robando a su hijo, no lo quiero, puede irse.
-Primero voy a llevarte a tu casa, Emily -dijo Teddy. Se cruzó de brazos y echó la cabeza hacia atrás, tratando de verse tan majestuoso como Emily. Sentía que la suya era una figura desoladora, pero se impuso ante la señora Kent, que se echó a
llorar.
-Vete, vete -exclamó-. Vete con ella, abandóname.
Emily ya estaba furiosa. Si aquella mujer irracional insistía en hacer una escena,
muy bien, tendría una escena.
-No voy a permitir que me lleve a mi casa -dijo, autoritaria-. Teddy, ve con tu madre.
-Ah, tú le das órdenes, ¿eh? Tiene que hacer lo que tú le digas, ¿eh? -exclamó la señora Kent, que parecía haber perdido todo control de sí misma. Su cuerpo
pequeño se sacudía con la violencia de los sollozos. Se retorcía las manos.
-Tiene que elegir por sí mismo -gritó-. Irá contigo o vendrá conmigo. Elige, Teddy, por ti mismo. No harás lo que ella te ordene. ¡Elige!
Otra vez estaba febrilmente dramática, y levantó la mano y señaló al pobre Teddy.
Teddy se sentía tan desgraciado, impotente y furioso como puede sentirse cualquier varón cuando dos mujeres pelean por él en su presencia. Deseaba estar a kilómetros de distancia. Qué situación, ¡y que lo ridiculizaran así ante Emily! ¿Por qué no podía portarse su madre como las madres de los otros chicos? ¿Por qué tenía
que ser tan exigente? Sabía que en Blair Water se decía que ella estaba «un poquito tocada». Él no lo creía. Pero... pero, la cosa es que eso era un lío. En eso se resumía
todo. ¿Qué diablos podía hacer? Si llevaba a Emily a su casa sabía que su madre lloraría y rezaría sin parar durante días y días. Por otro lado, abandonar a Emily
después de su horrible experiencia en la iglesia y dejarla que atravesara sola el camino solitario era inconcebible. Pero ahora Emily dominaba la situación. Estaba muy enfadada, con la indignación helada del viejo Hugh Murray que no se perdía en bravatas sino que iba directamente a la cuestión.
-Es usted una mujer tonta y egoísta -dijo ella- y va a hacer que su hijo la odie.
-¡Egoísta! Me llamas egoísta -sollozó la señora Kent-. Vivo sólo para Teddy, él es todo lo que tengo para vivir.
-Sí que es egoísta. -Emily estaba muy erguida, los ojos eran destellos negros y la voz era cortante: tenía «la expresión Murray» y, a la pálida luz de la luna, eso era algo de temer. Se preguntó, mientras hablaba, cómo sabía ciertas cosas. Pero las sabía-. Piensa que lo quiere, pero es a usted misma a quien ama. Está decidida a destrozarle la vida. No quiere que vaya a Shrewsbury porque le dolería quedarse sola.
Ha permitido que sus celos de todo lo que él quiere le carcoman el corazón y la dominen. No es capaz de soportar un poquito de dolor por él. Usted no es una madre.
Teddy tiene mucho talento, lo dicen todos. Usted tendría que estar orgullosa de él, tendría que darle una oportunidad. Pero no, y algún día él la odiará por eso, sí, la odiará.
-Oh, no, no -gimió la señora Kent. Levantó las manos como para eludir un golpe y se acurrucó contra Teddy-. Ay, qué cruel eres, qué cruel. Tú no sabes cuánto he sufrido, no sabes el dolor que llevo siempre en el corazón. Él es todo lo que tengo, todo. No tengo nada más, ni siquiera un recuerdo. Tú no comprendes. No puedo... no puedo dejarlo ir.
-Si permite que sus celos le destrocen la vida, lo perderá -afirmó Emily,inexorable. Siempre le había tenido miedo a la señora Kent. Pero ahora, súbitamente,
ya no la temía, y supo que no volvería a temerla-. Usted odia todo lo que a él le gusta, odia a sus amigos, su perro y sus dibujos. Usted sabe que es así. Pero no lo retendrá de esa manera, señora Kent. Y se dará cuenta cuando ya sea demasiado tarde. Buenas noches, Teddy. Gracias otra vez por venir a rescatarme. Buenas noches, señora Kent.
El «buenas noches» de Emily fue muy categórico. Se volvió y comenzó a caminar
sin mirar hacia atrás, con la cabeza muy alta. Y por el camino mojado avanzó, al principio furiosa y luego, a medida que el enfado fue desvaneciéndose, muy cansada.
Se encontró casi temblando de cansancio. Las emociones de la noche la habían dejado exhausta y ahora, ¿qué haría? No le gustaba la idea de irse a la Luna Nueva.
Emily sentía que jamás podría enfrentarse a una tía Elizabeth indignada si se descubrían los acontecimientos de la noche. Entró por el portón de la casa del doctor Burnley. Allí nunca cerraban las puertas. Emily entró en la sala delantera justo
cuando el amanecer comenzaba a blanquear el cielo y se acurrucó en el diván, detrás de la escalera. No tenía sentido despertar a Ilse. Le contaría toda la historia por la mañana y la conminaría a guardar silencio. Le contaría todo salvo, tal vez, una cosa
que había dicho Teddy y el episodio de la señora Kent. Lo primero era demasiado hermoso y lo segundo demasiado desagradable para contarlo. Claro que la señora Kent no era como otras mujeres y no tenía sentido enfadarse demasiado al respecto.
De todas maneras, había estropeado y malogrado algo frágil y hermoso, habia manchado de absurdo un momento que tendría que haber sido amado eternamente. Y además, había hecho que el pobre Teddy se sintiera como un tonto. Eso era, en última instancia, lo que Emily no podía perdonar. Mientras se quedaba dormida recordó, borrosamente, los acontecimientos de
aquella asombrosa noche: su encierro en la iglesia solitaria, el horror de tocar al perro, el horror más grande de la persecución del Loco Morrison, su inmenso alivio al oír la voz de Teddy, el breve momento de idilio en el cementerio (¡vaya lugar para un idilio!), la tragicómica llegada de la pobre señora Kent, con sus mórbidos celos... «Espero no haber estado demasiado dura con ella», pensó Emily mientras se hundía en el sueño. «Si lo he estado, lo lamento. Tendré que anotarlo en mi diario como una mala acción. En cierto sentido me siento como si esta noche hubiera crecido de golpe; ayer me parece que fue hace siglos. Pero qué capítulo este para mi diario. Lo escribiré todo, todo menos eso que dijo Teddy de que yo era la muchacha más maravillosa del mundo. Eso es demasiado... demasiado bonito... para escribirlo. Lo... lo recordaré».
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Emily, lejos de casa
Teen FictionSegunda parte de la serie. Emily Starr siempre ha querido escribir. Al quedar huérfana y en la granja de Luna Nueva, escribir la ayudaba a enfrentarse a los momentos de soledad y tristeza. Ahora, Emily está en edad de asistir a la escuela secundaria...