IV. «Cómo nos ven los otros»

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Emily había terminado de lavar el suelo de la cocina de la Luna Nueva y estaba muy ocupada sacando brillo con arena al famoso y complicado «diseño de espina de arenque» que era una de las tradiciones de la Luna Nueva pues había sido inventado, o al menos eso se decía, por la tatarabuela del famoso «aquí me quedo». La tía Laura le había enseñado a Emily cómo hacerlo y Emily se enorgullecía de su habilidad. Hasta la tía Elizabeth había condescendido a admitir que Emily hacía muy bien el famoso diseño y cuando la tía Elizabeth elogiaba algo, cualquier comentario ulterior holgaba. La Luna Nueva era el único lugar en Blair Water donde se mantenía la vieja costumbre de «lustrar» así los suelos; otras amas de casa habían comenzado hacía ya tiempo a usar métodos «modernos» y limpiadores especiales para blanquear sus pisos. Pero la Dama Elizabeth Murray no quería saber de nada de tales cosas; mientras en la Luna Nueva reinara ella, allí arderían velas y los pisos «lustrados» relucirían de blancura. La tía Elizabeth había exasperado a Emily insistiendo en que se pusiera el viejo delantal «Mamá Hubbard» de la tía Laura mientras refregaba el piso. Un «Mamá Hubbard», pues tal vez corresponda explicarlo a los de esta generación, era una prenda suelta y sin forma que servía principalmente como una especie de vestido de mañana y que fue muy apreciado en su época porque era fresco y llevadero. La tía Elizabeth, está de más está puntualizarlo, detestaba los «Mamá Hubbard». Los consideraba la última palabra en desaliño, y nunca permitió a Laura tener otro. Pero el viejo, aunque su bonito color lila original se había descolorido hasta convertirse en un blanco desvaído, estaba todavía demasiado «bueno» como para tirarlo, y este era el que le habían dicho a Emily que se pusiera. Emily detestaba los «Mamá Hubbard» con tanta intensidad como la tía Elizabeth.
Eran peores, según ella, que los «delantales de bebé» de su primer verano en la Luna Nueva. Sabía que estaba ridícula con el «Mamá Hubbard» de la tía Laura, que le llegaba a los pies y le caía desgarbado y horrible desde los delgados hombros juveniles, y Emily tenía pánico al ridículo. Una vez había dejado boquiabierta a la tía Elizabeth diciendo que prefería «ser mala a ser ridícula». Emily había refregado y «lustrado» el suelo sin apartar un ojo de la puerta, lista para salir corriendo si aparecía algún extraño mientras ella vestía una prenda tan espantosa. Salir corriendo no era, como Emily bien sabía, una tradición de los Murray. En la Luna Nueva uno se enfrentaba a las situaciones, tuviera puesto lo que tuviera puesto, dándose por sentado que siempre estaban adecuadamente ataviados para la ocupación del momento. Emily admitía que era razonable, pero, no obstante, era lo bastante joven y tonta para sentir que se moriría de vergüenza si alguien la veía con el «Mamá
Hubbard» de la tía Laura. Estaba limpio, pero era «ridículo». ¡Ésa era la cuestión! Justo cuando Emily terminó de abrillantar y estaba guardando la lata de arena debajo de la mesa de la cocina, donde se guardaba desde tiempos inmemoriales, oyó
voces extrañas en el patio. Una rápida mirada por la ventana de la cocina identificó a
las dueñas de las voces: la señorita Beulah Potter y la señora Ann Cyrilla Potter, de visita, sin duda, por algún asunto referido a las Damas de Beneficencia. Era
costumbre en Blair Water entrar por la puerta de atrás cuando uno iba a ver a los vecinos informalmente o por algún asunto específico. Ya habían pasado los alegres lechos de malvas con los que el primo Jimmy había bordeado el sendero de piedra que llevaba a la lechería y, de todas las personas dentro y fuera de Blair Water,
aquellas eran las dos por las que Emily menos querría ser vista en una situación ridícula. Sin ponerse a pensar, se metió en el armario de los zapatos y cerró la puerta.
La señora Ann Cyrilla golpeó dos veces a la puerta de la cocina, pero Emily no se movió. Sabía que la tía Laura estaba hilando en la buhardilla (oía el sordo ruido del
pedal por encima de su cabeza) pero creía que la tía Elizabeth estaba preparando pasteles en la cocina de fuera y que vería u oiría a las visitas. Las llevaría a la salita y
Emily podría escabullirse. Tenía decidida una cosa: no la verían con el «Mamá
Hubbard». La señorita Potter era una chismosa delgada, venenosa y amargada que parecía odiar a todo el mundo en general y a Emily en particular; y la señora Ann Cyrilla era una chismosa regordeta, bonita, suave y amable que, justamente a causa
de su suavidad y su amabilidad, hacía más daño en una semana que la señorita Potter en un año. Emily desconfiaba de ella, aunque no podía evitar que le cayera bien.
Había oído muchas veces a la señora Ann Cyrilla burlarse de personas en cuyas caras había sido dulce y encantadora. La señora Ann Cyrilla, que había sido una de las
«elegantes Wallace» de Derry Pond, disfrutaba especialmente riéndose de las peculiaridades de la vestimenta de los demás.
Volvieron a llamar; esta vez era la señorita Potter. Emily se dio cuenta por los golpes secos. Estaban impacientándose. Bien, podían seguir golpeando hasta que las ranas criaran pelo, juró Emily. Ella no iría a abrir la puerta con su «Mamá Hubbard».
Entonces oyó la voz de Perry explicándoles que la señorita Elizabeth estaba detrás del
granero recogiendo frambuesas, pero que entraran si lo deseaban y se pusieran cómodas, mientras él iba a buscarla. Y con desesperación de Emily, eso fue lo que hicieron. La señorita Potter se sentó con un crujido, la señora Ann Cyrilla con un suspiro y las pisadas de Perry se perdieron en el patio. Emily se dio cuenta de que estaba a punto de encontrarse en una situación muy embarazosa. El calor era
sofocante dentro del diminuto armario de los zapatos, donde, además de los zapatos, se guardaba la ropa de trabajo del primo Jimmy. Deseó con toda el alma que Perry no tardara mucho en encontrar a la tía Elizabeth.
-Ay, qué calor hace -exclamó la señora Ann Cyrilla, con un gran gemido.
La pobre Emily... no, no debemos llamarla pobre, no merece piedad, ha actuado como una tonta y se lo tiene merecido; Emily, que sudaba a mares dentro del estrecho recinto, estuvo absolutamente de acuerdo con ella.
-Yo no sufro el calor como los gordos -dijo la señorita Potter-. Espero que Elizabeth no nos haga esperar mucho. Laura está hilando; oigo la rueca en la buhardilla. Pero no serviría de nada verla. Elizabeth se opondría a cualquier cosa que Laura pudiera prometer, aunque sólo fuera porque no lo ha decidido ella. Veo que
acaban de sacar brillo al suelo. Mira esas maderas gastadas. Elizabeth Murray podría
cambiar el suelo, ¿no? pero es demasiado avara. Mira esa hilera de velas en la repisa del hogar, tanta molestia y una mala luz por un poquito más que puede costarle el queroseno. No se va a llevar el dinero en el ataúd, tendrá que dejarlo cuando pase la puerta de oro, aunque sea una Murray.
Emily se asustó. Se dio cuenta de que no sólo se estaba sofocando dentro del armario sino que además estaba espiando, algo que no había vuelto a hacer desde aquella tarde, en Maywood, en que se escondió debajo de la mesa para escuchar a sus tíos y tías deliberando sobre su futuro. Claro que aquello había sido voluntario,
mientras que esto era obligatorio. El «Mamá Hubbard» lo había hecho obligatorio.
Sin embargo, esto no haría que fuera más agradable oír los comentarios de la señorita Potter. ¿Quién era ella para llamar «avara» a su tía Elizabeth? La tía Elizabeth no era
avara. De pronto, Emily se sintió furiosa con la señorita Potter. Ella también había criticado muchas veces en secreto a la tía Elizabeth, pero era intolerable que lo
hiciera una desconocida. ¡Y ese desdén por los Murray! Emily se imaginaba el brillo
desagradable en los ojos de la señorita Potter mientras hablaba. En cuanto a las velas...
«Los Murray ven más lejos a la luz de las velas de lo que usted ve a la luz del sol, señorita Potter», pensó Emily despectiva, o al menos todo lo despectiva que se puede
ser cuando te corre un río de sudor por la espalda y no tienes para respirar más que el
aroma a cuero viejo.
-Supongo que es por el gasto que no quiere mandar a Emily a la escuela este año -dijo la señora Ann Cyrilla-. Aunque todo el mundo piensa que tendría que
mandarla a Shrewsbury, y sería de esperar que lo haga, aunque sea por orgullo y no por otra cosa. Pero tengo entendido que ha decidido no enviarla.
A Emily le dio un vuelco el corazón. Hasta ese momento no estaba segura de si la tía Elizabeth la enviaría a Shrewsbury. Se le llenaron los ojos de lágrimas, lágrimas
amargas, ardientes, lágrimas de desilusión.
-Emily tendría que aprender algo para ganarse la vida -opinó la señorita Potter
-. Su padre no le dejó nada.
-Me dejó a mí -dijo Emily entre dientes, apretando los puños. La ira le secó las lágrimas.
-Ah -exclamó la señora Ann Cyrilla, riendo con desdén-, tengo entendido que Emily va a ganarse la vida escribiendo cuentos, no sólo ganarse la vida sino
hacerse rica, si no me equivoco.
Volvió a reír. La idea era exquisitamente ridícula. La señora Ann Cyrilla hacía mucho que no oía nada tan gracioso.
-Dicen que pierde muchísimo tiempo garabateando tonterías -asintió la señorita Potter-. Si yo fuera su tía Elizabeth, pronto la curaría de esas cosas.
-Quizá no te sería tan fácil. Tengo entendido que siempre ha sido una niñadifícil, muy testaruda, típicamente Murray. Todos son iguales: necios como mulas.
Emily, rabiosa:
«¡Qué manera tan irrespetuosa de hablar de nosotros! Ay, si no llevara este "Mamá Hubbard" abriría la puerta de par en par y les cantaría las cuarenta».
-Por lo que conozco la naturaleza humana, necesita que le aprieten las riendas -dijo la señorita Potter-. Va a ser una coqueta, eso se nota desde ahora. Será la
misma historia de Juliet. Ya verás. ¡Le hace ojitos a todo el mundo y no tiene más que catorce años!
Emily con sarcasmo: «¡No es cierto! Y mamá no era ninguna coqueta. Podría
haberlo sido, pero no lo fue. Usted no podría ser una coqueta, aunque quisiera, ¡respetable solterona!».
-No es guapa, como la pobre Juliet, y es muy reservada e insondable. La señora Dutton dice que es la niña más reservada que ha visto en su vida. Pero, aun así, hay algunas cosas que me gustan de la pobre Emily.
El tono de la señora Ann Cyrilla era muy paternalista. La «pobre» Emily se retorcía entre los zapatos.
-Lo que no me gusta de ella es que siempre quiere pasar por inteligente - intervino, muy decidida, la señorita Potter-. Dice cosas inteligentes que ha leído en los libros y las hace pasar por propias.
Emily, ofendida: «¡No es cierto!».
-Y es muy sarcástica y susceptible. Además de orgullosa como el mismo diablo -añadió la señorita Potter.
La señora Ann Cyrilla rió otra vez con placidez y amabilidad.
-Ah, eso se da por descontado en una Murray. Pero el defecto mayor que tienen es que están convencidos de que nadie puede hacer nada mejor que ellos, y en Emily es clarísimo. Si hasta cree que podría dar mejores sermones que el señor Johnson.
Emily: «Eso es porque dije que en uno de sus sermones se contradijo, y fue así. Pero también la he oído a usted criticar docenas de sus sermones, señora Ann Cyrilla».
-Es celosa -continuó la señora Ann Cyrilla-. No soporta que le ganen en
nada, quiere ser la primera en todo. Me dijeron que lloró de la mortificación la noche del concierto porque Ilse Burnley se llevó todos los honores en el diálogo. Emily estuvo muy mal, era como de madera. Y continuamente está contradiciendo a los
mayores. Sería gracioso si no denotara tan mala educación.
-Es raro que Elizabeth no la cure de eso. Los Murray están convencidos de que
ellos tienen mejores modales que nadie -dijo la señorita Potter.
Emily, furiosa, hablándoles a las botas: «Y así es».
-Claro que, en mi opinión -terció la señora Ann Cyrilla-, muchos de los defectos de Emily vienen de su amistad con Ilse Burnley. No deberían permitirle
andar con Ilse. Dicen que Ilse es tan pagana como su padre. Siempre he oído decir que no cree en Dios... ni en el Diablo.
Emily: «Lo que, a tus ojos, es muchísimo peor».
-Ah, el doctor la está educando un poquito mejor después de que se supo que su preciosa esposa no huyó con Leo Mitchell -dijo la señorita Potter, con un resoplido
-. La hace ir a la escuela dominical. Pero no es una chica para ser amiga de Emily. Dicen que suelta palabrotas como un carretero. Un día la señora de Mark Burns
estaba en el consultorio del doctor y oyó que Ilse, que estaba en el vestíbulo, decía, con toda claridad: «¡Fuera, mancha de mierda!». Probablemente le hablaba al perro.
-Dios santo, Dios santo -gimió la señora Ann Cyrilla.
-¿Sabes lo que le vi hacer la semana pasada? ¡Y lo vi con mis propios ojos! - La señorita Potter puso mucho énfasis en esto. No fuera cosa que Ann Cyrilla creyera que lo había visto con los ojos de otra persona.
-Nada puede sorprenderme -farfulló la señora Ann Cyrilla-. Si dicen que el martes pasado, de noche, estaba en la serenata que le dieron a Johnson, vestida de varón.
-Es muy probable. Pero en el patio del frente de mi casa sucedió otra cosa. Ella estaba con Jen Strang, que había venido a pedirme un gajo de mi rosal persa para su
madre. Yo le pregunté a Ilse si sabía coser, cocinar y algunas otras cosas que consideré que había que recordarle que existen. Ilse dijo «no» a cada pregunta, muy
campante y después me dijo... ¿qué se te ocurre que pudo haberme dicho esa niña?
-¡Ay! ¿Qué? -se impacientó la señora Ann Cyrilla, sin aliento.
-Me preguntó: «¿Usted puede apoyarse en un pie y levantar el otro hasta la
altura de los ojos, Potter? Yo sí». Y -dijo la señorita Potter, bajando la voz a
un adecuado tono de horror- ¡lo hizo!
La espía del armario ahogó un espasmo de risa en el peto gris del primo Jimmy.
¡Cómo le gustaba a la loca de Ilse impresionar a la señorita Potter!
-¡Santo Cielo! ¿Había hombres cerca? -inquirió la señora Ann Cyrilla.
-No, por suerte. Pero yo creo que lo habría hecho igual, hubiera quien hubiese.
Estábamos cerca del camino, o sea que podría haber pasado cualquiera. Me sentí tan
avergonzada... En mis tiempos una muchacha se habría muerto antes de hacer algo así.
-No es peor que cuando Emily y ella se bañaron a la luz de la luna en la playa sin absolutamente nada de ropa -dijo la señora Ann Cyrilla-. Eso fue un escándalo.
¿Te enteraste?
-Ay, sí, la historia se conoce en todo Blair Water. Todos la oyeron menos Elizabeth y Laura. Lo que no he podido averiguar es cómo se supo ¿Las vieron?
-Ay, por Dios, no, no fue tan malo. La misma Ilse la contó. Al parecer lo
considera algo sin ninguna importancia. A mí me parece que alguien tendría que
contárselo a Laura y a Elizabeth.
-Cuéntaselo tú -sugirió la señorita Potter.
-No, no. Yo no quiero indisponerme con mis vecinos. Yo no soy responsable por
la educación de Emily Starr, gracias a Dios. Si lo fuera, tampoco le permitiría tratarse tanto con el Giboso Priest. Es el más extraño de todo ese clan extraño que son los
Priest. Estoy segura de que tiene una mala influencia sobre ella. Esos ojos verdes me
dan escalofríos. Creo que ese hombre no cree en nada. Emily, otra vez con sarcasmo: «¿Ni siquiera en el Diablo?».
-Hay un rumor extraño sobre Emily y él -dijo la señorita Potter-. Yo no le encuentro sentido. Los vieron el miércoles pasado, al atardecer, en la colina grande,
portándose de una manera muy rara. Caminaban con los ojos fijos en el cielo, de pronto se detenían, se cogían del brazo y señalaban hacia arriba. Lo hicieron una y
otra vez. La señora Price los observaba desde la ventana y no puede imaginarse qué estaban haciendo. Era demasiado temprano para que hubiera estrellas y ella no vio nada en el cielo. Pasó toda la noche despierta pensando en eso.
-Bien, en resumidas cuentas, Emily Starr necesitaría más vigilancia -afirmó la
señora Ann Cyrilla-. A veces pienso si no sería prudente prohibirles a Muriel y a Gladys que se traten tanto con ella.
Emily, devota:
«Por favor, sí. Son estúpidas, muy estúpidas y no se despegan ni
un segundo de Ilse y de mí».
-En resumidas cuentas, yo le tengo lástima -dijo la señorita Potter-. Es tan tonta y tan engreída que le va a ir mal con cualquiera y nunca ningún hombre decente
y sensato se fijará en ella. Geoff North dice que una vez la acompañó a casa y que ya tuvo bastante.
Emily, enfática:
«¡Eso me lo creo! Geoff demuestra una inteligencia casi humana
con ese comentario».
-Pero probablemente no pase la adolescencia. Se le nota la tuberculosis. De
verdad, Ann Cyrilla, esa pobrecita me da lástima.
Este comentario fue la proverbial última gota para Emily. ¡Ella, una Starr entera y una Murray a medias, ser compadecida por Beulah Potter! ¡Con «Mamá Hubbard» o sin «Mamá Hubbard», no lo toleraría! De pronto la puerta del armario se abrió de golpe y allí apareció Emily, con su «Mamá Hubbard» y un fondo de botas y ropa de
trabajo. Tenía las mejillas rojas y los ojos eran destellos negros. Las bocas de la señora Ann Cyrilla y de la señorita Beulah Potter se abrieron y así se quedaron; las
caras se pusieron de un rojo subido: quedaron mudas.
Emily las miró fijamente durante todo un minuto en el que el silencio fue
desdeñoso y elocuente. Luego, con aire de reina, atravesó la cocina y desapareció por la puerta de la salita, justo en el momento en que la tía Elizabeth subía los escalones de piedra con dignas disculpas por haberlas hecho esperar. La señorita Potter y la
señora Ann Cyrilla estaban tan aturdidas que casi no pudieron hablar de las Damas de
Beneficencia y se fueron, confusas, después de unas pocas preguntas y respuestas no muy coherentes. La tía Elizabeth no supo qué pensar y supuso que se habrían ofendido, tontamente, por haber tenido que esperar. Luego se olvidó del tema. Una Murray no se preocupaba por lo que hacían o pensaban las Potter. La puerta abierta
del armario no reveló nada y no se enteró nunca de que, en la habitación del mirador,
Emily estaba tendida boca abajo sobre la cama llorando desconsoladamente de
vergüenza, furia y humillación. Se sentía humillada y lastimada. En un principio todo
había sido resultado de su tonta vanidad, eso lo admitía, pero el castigo había sido demasiado severo.
No le importaba mucho lo que había dicho la señorita Potter, pero los aguijones de malicia de la señora Ann Cyrilla sí dolían. Antes le gustaba la señora Ann Cyrilla,
tan bonita y agradable, tan amable, siempre diciéndole cumplidos. Había creído que la señora Ann Cyrilla la quería. ¡Y averiguar ahora que era capaz de hablar así de ella!
-¿No podrían haber dicho una sola cosa buena de mí? -se preguntó, sollozando
-. Ay, me siento como sucia, entre mi estupidez y su malicia, sucia y con la mente confusa. ¿Volveré algún día a sentirme limpia?
No se sentiría «limpia» hasta no haberlo escrito todo en su diario. Entonces adoptó una visión menos distorsionada del tema y llamó en su ayuda a la filosofía.
El señor Carpenter dice que debemos hacer que toda experiencia nos enseñe algo -escribió-. Dice que cualquier experiencia, agradable o desagradable, tiene algo para darnos si somos capaces de considerarla sin apasionamiento.
«Ese», había añadido con amargura, «es uno de los consejos que he repetido durante toda mi vida sin poder nunca aprovecharlo yo mismo».
¡Muy bien, intentaré ver esto sin apasionamiento! Supongo que la manera de hacerlo es considerar todo lo que se dijo de mí y decidir qué es verdadero, qué es falso, y qué es sólo distorsionado, lo que es peor que falso, creo.
Para empezar: esconderme en el armario, sólo por vanidad, entra en mi lista de malas acciones. Y supongo que aparecer como aparecí, después de haber estado allí tanto rato, y hacerlas sentir tan incómodas, fue otra. Pero, todavía no puedo sentirlo «sin apasionamiento», porque me alegro pecaminosamente de haberlo hecho, ¡sí,
aunque me hayan visto con el «Mamá Hubbard»! ¡Nunca olvidaré sus caras! En especial la de la señora Ann Cyrilla. La señorita Potter no se preocupará mucho tiempo por esto, pero la señora Ann Cyrilla no olvidará, hasta el día que se muera, cómo fue desenmascarada.
Ahora revisemos sus críticas sobre Emily Byrd Starr y decidamos si la dicha Emily Byrd Starr merecía tales críticas, total o parcialmente. Ahora sé sincera, Emily, «mira dentro de tu corazón» y trata de verte tú misma, no como te ve la señorita Potter ni como te ves tú, sino como eres en realidad.
(¡Creo que esto va a ser interesante!).
En primer lugar, la señora Ann Cyrilla ha dicho que yo era testaruda. ¿Lo soy?
Sé que soy decidida, y la tía Elizabeth dice que soy obstinada. Pero testaruda es peor que cualquiera de las dos cosas. La determinación es una buena cualidad, e incluso la obstinación tiene una gracia salvadora si viene
acompañada de valor. Pero una persona testaruda es una persona demasiado estúpida para ver o entender la necedad de determinada acción e insiste en realizarla, y en darse de cabeza contra un muro de piedra. No, no soy testaruda. Respeto mucho los muros de piedra.
Pero cuesta mucho convencerme de que son muros de piedra y no imitaciones en cartulina. Por lo tanto, sí soy
un poquito testaruda.
La señorita Potter ha dicho que yo era una coqueta. Esto es absolutamente falso, de modo que no lo tomaré en cuenta.
Pero también ha dicho que yo «hago ojitos». ¿Lo hago? No es mi intención, eso lo sé, pero parece que se pueden «hacer ojitos» sin tener conciencia de ello, de modo que, ¿cómo voy a evitarlo? No puedo vivir toda la vida con los ojos bajos. El otro día Dean me dijo:
«Cuando me miras así, Estrella, no puedo más que hacer lo que tú me pidas».
Y la semana pasada la tía Elizabeth se enfadó porque decía que yo estaba mirando a Perry «de manera impropia» cuando lo instaba a ir a la merienda de la Escuela Dominical. (Perry odia las meriendas de la Escuela Dominical).
Ahora bien, en ambos casos, yo pensaba que sólo miraba con una mirada encantadora.
La señora Ann Cyrilla ha afirmado que no soy guapa. ¿Es cierto?
Emily dejó la pluma, se acercó al espejo y observó «sin apasionamiento» su
aspecto. Cabellos negros, ojos como humo púrpura, labios rojos. Eso no estaba mal.
La frente era demasiado alta pero su nuevo peinado disimulaba el defecto. Tenía la
piel demasiado blanca y las mejillas, tan pálidas en su niñez, ahora tenían el delicado tinte de un rosa perlado. La boca era demasiado grande, pero los dientes eran bonitos.
Las orejas puntiagudas le daban un encanto de fauno. El cuello tenía una línea que a ella le gustaba. El cuerpo delgado, inmaduro, era grácil; sabía, porque se lo había dicho la tía Nancy, que tenía los tobillos y el arco del pie de los Shipley. Emily miró
muy seria a la Emily del espejo desde varios ángulos, y volvió a su diario.
He llegado a la conclusión que no soy guapa. Creo que me veo guapa cuando me peino de una determinada forma, pero una niña de veras guapa lo sería se peinase como se peinase, de modo que la señora Ann Cyrilla tenía razón.
Pero estoy segura de que tampoco soy tan fea como ella ha dado a entender.
También ha dicho que yo era reservada e insondable. No me parece que sea un defecto ser «insondable»,
aunque ella lo ha dicho como si lo fuera. Prefiero ser insondable que superficial. Pero ¿soy reservada? No, no lo
soy. Entonces, ¿qué es lo que hace que la gente me crea reservada? La tía Ruth siempre insiste con que lo soy. Yo creo que es porque tengo la costumbre, cuando estoy aburrida o irritada con una persona, de irme de pronto a mi propio mundo y cerrar la puerta. A la gente eso no le gusta, supongo que es natural que a nadie le guste que le cierren una puerta en las narices. Lo llaman astucia y es sólo autodefensa. Así que no me preocuparé de ese tema.
La señorita Potter ha soltado algo abominable: que yo decía cosas inteligentes que había leído en los libros y
las hacía pasar por propias, haciéndome la interesante. Eso es absolutamente falso. Sinceramente, nunca quise hacerme la interesante. Lo que sí es cierto es que con mucha frecuencia trato de ver cómo suena algo que he
pensado al ponerlo en palabras. Tal vez sea una especie de alarde. Debo tener cuidado con eso.
Celosa, no, no lo soy. Me gusta ser la primera, lo reconozco. Pero cuando lloré la noche del concierto no era porque estuviera celosa de Ilse. Lloré porque sentía que había estropeado mi parte. Sí parecía de madera, como ha dicho la señora Ann Cyrilla. Creo que no sé representar un papel. A veces hay un papel en el que parezco encajar, y creo que puedo ser ese personaje, pero, si no es así, no soy buena con los diálogos. Sólo participé por la señora
Johnson, y me sentí muy mortificada porque sabía que ella estaba decepcionada. Y supongo que mi orgullo también sufrió, pero no se me pasó por la cabeza tener celos de Ilse. Estaba orgullosa de ella: es magnífica en el teatro.
Sí, contradigo a la gente. Admito que ése es uno de mis defectos. ¡Pero la gente dice disparates tan grandes...!
¿Y por qué no es malo que la gente me contradiga a mí? Lo hacen siempre, y yo tengo razón con tanta frecuencia como los demás.
¿Sarcástica? Sí, me temo que ése es otro de mis defectos.
Susceptible no, no lo soy. Sólo soy sensible.
¿Y orgullosa? Bien, sí, soy un poquito orgullosa, pero no tanto como cree la gente. No puedo evitar llevar la cabeza con cierto porte ni sentir que es algo grande tener detrás de una un siglo de personas buenas, correctas, con buenas
tradiciones y cerebros considerables. ¡No como los Potter, recién llegados como son!
Ah, y cómo confundieron las cosas con respecto a la pobre Ilse. Supongo que no se puede esperar que una Potter o la esposa de un Potter reconozca la escena de sonambulismo de Lady Macbeth. Una y otra vez le he dicho a Ilse que se asegure de que están todas las puertas cuando la ensaya. La interpreta maravillosamente.
Y ella no fue a esa serenata, sólo dijo que le gustaría ir. Y en cuanto a bañarnos a la luz de la luna, eso es cierto,
excepto que llevábamos algo de ropa. No tuvo nada de malo. Fue muy hermoso, aunque ahora se degradó por haber sido objeto de habladurías. Ojalá Ilse no hubiera contado nada.
Habíamos ido a caminar por la costa. Era una noche de luna y el mar estaba precioso. La Señora Viento susurraba entre las dunas y suaves olas pequeñas y relucientes rompían en la costa. Queríamos bañarnos, pero al
principio pensamos que no podíamos, porque no llevábamos nuestros trajes de baño. Así que nos sentamos en la
arena y hablamos de mil cosas. Fue una conversación verdadera, no una charla. El gran golfo se extendía ante
nosotras, plateado, reluciente y atractivo, estirándose más y más lejos hacia la niebla del cielo del norte. Era como
un océano en «remotas tierras de hadas».
Yo dije: «Me gustaría subirme a un barco y zarpar... ir lejos... ¿dónde desembarcaría?».
«Supongo que en Anticosti», respondió Ilse, demasiado prosaica para mi gusto.
«No, no, creo que en Ultima Thule», dije, soñadora. «En alguna costa hermosa y desconocida donde "nunca caiga la lluvia y nunca sople el viento". Tal vez la región que hay detrás del Viento del Norte donde fue Diamond.
En una noche como ésta se podría navegar hasta ella sobre ese mar de plata».
«Creo que eso era el cielo», dijo Ilse.
Después hablamos de la inmortalidad e Ilse dijo que ella le tenía miedo, que tenía miedo de vivir para siempre; dijo que estaba segura de que terminaría terriblemente harta de sí misma. Yo le repliqué que a mí me gustaba bastante la idea de Dean de una sucesión de vidas (aunque no pude averiguar si él en realidad cree en esa teoría o no) e Ilse dijo que podría ser espléndido si uno estuviera seguro de volver a nacer como una persona decente, pero
¿y si no era así?
«Bueno, algún riesgo tienes que correr en cualquier tipo de inmortalidad», dije yo.
«De todas maneras», afirmó Ilse, «sea yo u otra persona, la próxima vez espero no tener un carácter tan difícil.
Si sigo siendo yo misma romperé el arpa y destrozaré mi halo y les arrancaré las alas a todos los demás ángeles
media hora después de llegar al cielo. Sabes que lo haré, Emily. No puedo evitarlo. Ayer volví a tener una pelea brutal con Perry. Fue culpa mía, pero es que él me irritó con sus alardes. ¡Cómo me gustaría poder controlar mi carácter!».
A mí ahora no me molestan las rabietas de Ilse, sé que jamás cree en las cosas que dice cuando está enfadada.
Yo no le respondo. Le sonrío y, si tengo un pedacito de papel a mano, anoto las cosas que dice. Eso la pone tan
fuera de sí que se sofoca con la rabia y no puede seguir hablando. Por lo demás, Ilse es cariñosa y muy divertida.
«No puedes controlar tus rabietas porque te encantan», le dije.
Ilse me miró.
«No, no».
«Sí, te encantan. Te diviertes con ellas», insistí.
«Bueno», contestó Ilse, sonriendo, «es cierto que me divierto con mis rabietas. Es muy satisfactorio soltar
insultos y palabrotas. Creo que tienes razón, Emily. Sí me lo paso bien con ellas. Qué raro que nunca se me haya
ocurrido. Supongo que si de verdad me hicieran desdichada, las evitaría. Pero cuando terminan me arrepiento.
Ayer, después de pelearme con Perry, lloré una hora entera».
«Sí, y eso también te gusta, ¿no?».
Ilse reflexionó.
«Supongo que sí, Emily; eres muy misteriosa. No voy a hablar más del tema. Vamos a bañarnos. ¿No tenemos trajes de baño? ¿Y qué importa? No hay un alma en kilómetros a la redonda. No puedo resistirme a esas olas. Me llaman».
Yo sentía lo mismo que ella y bañarnos a la luz de la luna me parecía tan romántico y delicioso... y lo sería si los Potter del mundo no se enterasen. Cuando se enteran, lo ensucian todo. Nos desvestimos en una pequeña hondonada entre las dunas que era como un caldero de plata a la luz de la luna, pero nos quedamos con las enaguas puestas. Nos divertimos como locas nadando y saltando en el agua color azul plateado y las olas color crema, como si fuéramos sirenas o ninfas del mar. Era como vivir dentro de un poema o un cuento de hadas. Y cuando salimos yo le tendí una mano a Ilse y dije:
Ven a estas arenas amarillas donde hemos bailado y hemos besado. Silben salvajes las brisas. Posa gracioso tu pie y tu peso soporten los dulces duendes.
Ilse me cogió de las manos y jugamos al corro sobre la arena iluminada por la luna, después fuimos al caldero de plata, nos vestimos y volvimos a casa sintiéndonos muy felices. Claro que las enaguas las llevábamos mojadas, enrolladas debajo del brazo, de manera que estábamos algo «húmedas», pero no nos vio nadie. Y por eso es por lo que Blair Water está escandalizado. De todos modos, espero que la tía Elizabeth no se entere.
Es una pena que la señora Price haya perdido el sueño por Dean y por mí. No estábamos llevando a cabo ningún extraño hechizo, simplemente caminábamos por la Montaña Deliciosa haciendo dibujos en las nubes. Tal vez fuera infantil, pero fue muy divertido. Eso es algo que me encanta de Dean: no tiene miedo de hacer algo inofensivo y agradable sólo porque sea infantil. Una nube que me señaló parecía exactamente un ángel que volaba por el cielo pálido y brillante llevando un bebé en brazos. Había un finísimo velo azul sobre la cabeza del bebé y una primera estrella, muy débil todavía, brillaba a través de éste. Tenía las alas salpicadas de oro y el vestido blanco moteado de rojo. «Ahí va el Ángel de la Estrella Vespertina con el mañana en brazos», dijo Dean. Era tan maravilloso que me dio uno de mis momentos de magia. ¡Pero diez segundos después, la nube se había
convertido en algo parecido a un camello con una joroba exageradísima! Pasamos media hora deliciosa, aunque a la señora Price, que no podía ver nada en el cielo, le haya parecido
que estábamos completamente locos. Bueno, en resumidas cuentas, no sirve de nada tratar de vivir según la opinión de los demás. Lo que hay que hacer es vivir según la opinión propia. Después de todo, yo creo en mí misma. No soy tan mala ni tan tonta como ellos me creen, no estoy tuberculosa, y escribo. Ahora que lo he escrito todo me siento de manera diferente. Lo único que sigue molestándome es que la señorita Potter me haya compadecido... ¡compadecida por una Potter! Acabo de mirar por la ventana, he visto el lecho de campanitas del primo Jimmy y de pronto me vino «el destello», y entonces la señorita Potter con su compasión y su lengua maliciosa parecieron no tener la menor importancia. Campanillas, ¿quién os dio el color, esplendorosas florecitas? Seguramente fueron hechas con atardeceres de verano. Este verano estoy ayudando mucho al primo Jimmy con el jardín. Creo que quiero tanto a ese jardín como él
mismo. Todos los días hacemos descubrimientos de brotes y flores nuevas. ¡Conque la tía Elizabeth no va a mandarme a Shrewsbury! Ay, me siento tan desilusionada como si de verdad
hubiera creído que me mandaría. Parece que se me cierran todas las puertas de la vida. Aunque, después de todo, tengo mucho por lo que sentirme agradecida. La tía Elizabeth me va a dejar ir otro año a la escuela de aquí, creo, y el señor Carpenter puede enseñarme muchísimo todavía; no soy fea; la luz de la luna sigue siendo una belleza; algún día voy a hacer algo con mi pluma... y tengo un precioso gato gris, con cara de luna, que acaba de saltar sobre mi mesa y empuja la pluma con el hocico como señal de que he escrito suficiente por hoy. ¡No hay gato más gato que un gato gris!

Emily, lejos de casaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora