XIV. La mujer que le dio una azotaina al rey

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El alba humedecida subió desde el golfo, tras de la tormenta agotada, y entro reptando en el cuartito de huéspedes de la casa pintada a la cal de la colina. Emily se despertó sobresaltada: había estado soñando que buscaba (y encontraba) al niño perdido. Pero ahora no podía recordar dónde lo había encontrado. Ilse seguía durmiendo, con sus rizos de oro pálido hechos un montoncito de seda sobre la almohada. Emily, con los pensamientos aún enredados en las redes de telaraña de su sueño, miró a su alrededor y pensó que seguía durmiendo. Junto a la mesita cubierta con un mantel de encaje blanco, había una mujer sentada, una mujer alta, robusta, anciana, que llevaba sobre sus espesos cabellos grises una impecable cofia blanca de viuda, como usaban todavía, en los primeros años del siglo, las viejas mujeres escocesas. Lucía un vestido color ciruela con un gran delantal níveo, y lo llevaba con el aire de una reina. Sobre el pecho llevaba un impecable chal azul. Tenía el rostro extrañamente blanco y muy arrugado, pero Emily, con su don para ver lo esencial, vio al instante la fuerza y la vivacidad que aún caracterizaban cada rasgo. También vio en los hermosos ojos celestes que su dueña había recibido un gran golpe en algún momento. Debía de ser la anciana señora McIntyre, de la que había hablado la señora Hollinger. En ese caso, la anciana señora McIntyre era un personaje de verdad muy digno. La señora McIntyre estaba sentada con las manos cruzadas sobre la falda,
mirando fijamente a Emily con unos ojos en los que había algo difícil de definir, algo bastante extraño. Emily recordó el hecho de que se suponía que la señora McIntyre estaba «un poco chiflada». Se preguntó, no muy cómoda, qué debía hacer. ¿Debía hablar? La señora McIntyre le ahorró el problema de decidir.
-¿Es posible que tengas antepasados escoceses? -preguntó, con una voz
inesperadamente rica y poderosa, plena del delicioso acento escocés. -Sí -dijo Emily.
-¿Y no serás presbiteriana?
-Sí.
-Es lo único que se puede ser decentemente -comentó la señora McIntyre con satisfacción-. ¿Y querrías por favor decirme cuál es tu nombre? ¡Emily Starr! Es un nombre muy bonito. Voy a decirte mi nombre: mi nombre vendría a ser señora Margaret McIntyre. No soy una persona común: yo soy la mujer que le dio una azotaina al rey.
Emily, ya totalmente despierta, volvió a entusiasmarse con el instinto de la cuentista. Pero Ilse, que se despertó en ese momento, exhaló una exclamación de sorpresa. La señora McIntyre levantó la cabeza con gesto de soberana.
-No me tengas miedo, querida. No voy a hacerte daño, aunque yo sea la mujer que le dio unos azotes al rey. Eso es lo que la gente dice de mí, ah sí, cuando entro en
la iglesia: «Esa es la mujer que le dio una azotaina al rey».
-Supongo -dijo Emily, vacilante-, que será mejor que nos levantemos.
-No os a levantéis hasta que os haya contado mi historia -replicó la señora McIntyre con firmeza-. En cuanto te vi supe que eres una de las personas que tiene
que oírla. No tienes buenos colores ni voy a decir que seas muy bonita, no, no. Pero
tienes las manos pequeñas y las orejas pequeñas, que pienso que vienen a ser las orejas de las hadas. La niña que está contigo es una niña muy bonita y va a ser una muy buena esposa para un hombre muy guapo, y es inteligente, ah, sí, pero tú tienes
algo y es a ti a quien voy a contar mi historia.
-Déjala que la cuente -susurró Ilse-. Me muero de curiosidad por saber cómo le dieron unos azotes al rey.
Emily, que se daba cuenta de que no era cuestión de «dejar» o no dejar, sino
sencillamente de quedarse quietas y escuchar lo que fuera que a la señora McIntyre se
le ocurriera contar, asintió.
-¿No hablarás las dos lenguas? Me refiero al gaélico.
Asombrada, Emily sacudió sus cabellos negros.
-Es una lástima, porque mi historia no va a sonar tan bien en inglés, ah, no.
Diréis que la vieja está soñando, pero os equivocareis, porque es la verdadera historia
la que voy a contar, ah, sí. Yo le di una azotaina al rey. Claro que entonces no era el rey, no era más que un pequeño príncipe de no más de nueve años, la misma edad que
mi pequeño Alec. Pero debo comenzar por el principio, porque si no vais a entender, nada de todo el asunto.
Todo sucedió hace muchísimo, pero muchísimo tiempo, antes
de que dejáramos la Madre Tierra. Mi marido era Alistair McIntyre y era pastor cerca del castillo de Balmoral. Alistair era un hombre muuuy bien plantado y éramos muy felices. No porque no discutiéramos de vez en cuando, ah, no, eso sería muy monótono. Pero cuando nos reconciliábamos éramos más felices que nunca. Y yo también era muy guapa. Ahora engordo cada vez más, pero entonces era delgada y
hermosa, ah, sí, os estoy contando la verdad, aunque ya veo que os estáis riendo de a mis espaldas. Cuando tengáis ochenta años entenderéis lo que os digo.
»Tal vez recordéis que la reina Victoria y el príncipe Alberto solían ir todos los veranos al castillo de Balmoral y llevaban a sus hijos con ellos, y trataban de no
llevar más servidumbre de la imprescindible, pues no querían demasiado alboroto a
su alrededor, sino pasar una temporada en paz y tranquilidad como gente común y corriente. Los domingos caminaban a veces hasta la iglesia del valle a escuchar predicar al señor Donald MacPherson. El señor Donald MacPherson estaba muy dotado para los sermones y no le gustaba que las personas entraran en la iglesia
cuando él estaba rezando. Era capaz de interrumpirse y decir «ay, Señor, vamos a
esperar a que Sandy Big Jim se haya sentado», ah, sí. Al día siguiente, yo oía que la reina se reía, de Sandy Big Jim, claro está, no del ministro.
»Cuando necesitaban gente en el Castillo, nos mandaban a buscar a mí y a Janet Jardine. El esposo de Janet era criado en la casa. Ella siempre me decía: «Buenos días, señora McIntyre» cuando veníamos a encontrarnos, y yo le decía:
«Buenos días, Janet», para dejar sentada la superioridad de los McIntyre sobre los Jardine. Pero si se
quedaba en su sitio era una buena muchacha y nos llevábamos muy bien juntas cuando ella no lo olvidaba.
»Yo era muy amiga de la reina, ah, sí. Ella no era una mujer orgullosa. A veces se sentaba en mi casa y tomaba una taza de té y me hablaba de sus hijos. No era guapa,
ah, no, pero tenía las manos bonitas. El príncipe Alberto era muy bien parecido, según decía la gente, pero, en mi opinión, Alistair era de lejos el más guapo de los dos. Eran muy buenas personas, y las princesitas y los principitos jugaban todos los días con mis hijos. La reina sabía que estaban en buena compañía y se quedaba más tranquila que yo, porque el príncipe Bertie era un muchacho muuuy travieso, ah, sí, y artero, y yo me preocupaba mucho por temor a que a él y a Alec les ocurriera algo. Jugaban juntos todos los días, también se peleaban. Y no siempre era culpa de Alec.
Pero era Alec el que recibía las reprimendas, pobre muchachito. Había que reprender a alguien y te darás cuenta, mi cielo, de que yo no podía reprender al príncipe.
»Yo tenía una gran preocupación: el arroyo detrás de la casa, entre los árboles. Era muy hondo y en algunas partes muy rápido y si un niño se caía allí se ahogaría.
Una y otra vez les advertía al príncipe Bertie y a Alec que no debían acercarse nunca
a la orilla de aquel arroyo. A pesar de todo, fueron una o dos veces y yo castigué a Alec, aunque él me decía que él no había querido ir y que el príncipe Bertie le decía:
«Ah, vamos, no hay ningún peligro, no seas cobarde» y Alec iba porque pensaba que
tenía que hacer lo que el príncipe Bertie quisiera y, además, no le hacía mucha gracia que lo llamara cobarde, siendo él un McIntyre. Por las noches yo no dormía. Y
entonces, mi cielo, un día el príncipe Bertie se cayó en esas aguas profundas y Alec, tratando de sacarlo, cayó tras él. Y se hubieran ahogado los dos si yo no hubiera escuchado los gritos que daban cuando volvía a casa del castillo, donde había ido a llevarle un poco de manteca a la reina. Ah, sí, en seguida me di cuenta de lo que
había pasado, corrí hacia el arroyo y al momento estaba sacándolos del agua, muy asustados y empapados. Supe que había que hacer algo y estaba cansada de culpar
siempre al pobre Alec y, además, para decirte la verdad, mi cielo, estaba muy, pero muy furiosa, y no me puse a pensar en príncipes y reyes, sino en dos críos muy traviesos. Ay, es ese carácter fuerte que siempre tendré, ah, sí. Agarré al príncipe
Bertie, lo apoyé sobre mis rodillas y le di una buena tunda en el lugar que el Buen Dios les hizo a los príncipes tanto como a los niños comunes para recibir azotes. A él le pegué primero porque era un príncipe. Después le pegué a Alec y los dos hicieron un buen dúo de llanto, los dos juntos, porque yo estaba muy enfadada y me puse a
hacer lo que mis manos tenían que hacer con todo mi empeño, como dice el Buen Libro.
»Pero después, cuando el príncipe Bertie se fue a su casa, muy enfadado, se me pasó el enfado y me asusté un poco. Porque yo no sabía cómo lo tomaría la reina y no
me gustaba la idea de que Janet Jardine triunfara por encima de mí. Pero la reina Victoria era una mujer sensata y al día siguiente me dijo que había hecho lo correcto y el príncipe Alberto sonreía y bromeó, diciéndome que tuviera cuidado dónde ponía las manos. Y el príncipe Bertie no volvió a desobedecerme con eso de ir al arroyo, ah, no, y pasó un buen tiempo antes de que pudiera sentarse con comodidad. En cuanto a Alistair, yo pensé que iba a ponerse furioso conmigo, pero es imposible saber lo que
un hombre puede llegar a pensar sobre las cosas, ah, sí, porque se rió mucho cuando se enteró y me dijo que llegaría el día en que yo alardearía de que le había dado una
azotaina al rey. Ahora ya ha pasado mucho tiempo, pero yo nunca lo olvidaré. Ella murió hace dos años y el príncipe Bertie por fin fue rey. Cuando Alistair y yo nos
vinimos al Canadá, la reina me regaló unas enaguas de seda. Eran unas enaguas muy finas, con los colores del clan de la reina Victoria. Nunca las he usado, pero las voy a usar una vez: cuando esté en el cajón, ah, sí. Las tengo guardadas en la cómoda de mi habitación y todos saben para qué es. Me gustaría que Janet Jardine se hubiera
enterado de que van a enterrarme con unas enaguas hechas con los colores del clan de
la reina Victoria, pero se murió hace mucho tiempo. Era una muy buena persona, aunque no era una McIntyre.
La señora McIntyre entrelazó las manos y mantuvo silencio. Habiendo contado su
historia, estaba satisfecha. Emily la había escuchado con avidez y dijo:
-Señora McIntyre, ¿me permitiría escribir esa historia y publicarla?
La señora McIntyre se inclinó hacia adelante. Su rostro blanco y ajado se endulzó y sus ojos profundos brillaron.
-¿Quieres decir publicarla en un diario?
-Sí.
La señora McIntyre se acomodó el chal sobre el pecho con manos que temblaban un poco.
-Es extraño cómo a veces nuestros deseos se hacen realidad. Es una pena que los tontos que dicen que no hay Dios no se enteren de esto. Vas a escribirlo y ponerlo en tus orgullosas palabras...
-No, no -se apresuró a decir Emily-, no voy a hacer eso. Puede que tenga que hacer algunos cambios y escribir un marco a la historia, pero voy a escribirla
exactamente como me la ha contado usted. No podría mejorarla ni en una sílaba.
La señora McIntyre pareció dudar por un momento, pero luego se alegró.
-No soy más que una pobre ignorante y tal vez no elija muy bien las palabras, pero tú has de saber lo que haces. Me has escuchado con mucha atención y lamento haberte entretenido tanto tiempo con mis antiguas historias. Ahora me voy, para que os podáis levantar.
-¿Han encontrado al niño perdido? -preguntó Ilse, ansiosa. La señora McIntyre negó con la cabeza, muy compuesta.
-Ah, no, no lo van a encontrar tan pronto. He oído a Clara chillando toda la noche. Ella es la hija de mi hijo Angus. Él vino a casarse con una Wilson y los Wilson siempre arman un escándalo por todo. La pobrecita está preocupada porque dice que no fue buena con el niño, pero no es cierto, lo malcriaba mucho, y el pequeño era muy travieso. Yo no le sirvo de mucho, no soy clarividente. Pero tú sí, me parece, ah sí.
-No, no -replicó Emily, de prisa. No pudo evitar recordar cierto incidente de su infancia en la Luna Nueva, en el cual, por alguna razón, no le gustaba pensar. La anciana señora McIntyre asintió con aire de sabiduría y se alisó el delantal blanco.
-No estaría bien que lo negaras, mi cielo, pues es un gran don y mi prima cuarta Helen lo tenía, ah, sí. Pero no van a encontrar al pequeño Allan, ah, no. Clara lo quería demasiado. No es bueno querer demasiado a alguien. Dios es un dios celoso, ah, sí, bien que lo sabe Margaret McIntyre. Seis hijos supe tener y los seis eran hombres espléndidos, y el menor era Neil. Sin zapatos medía uno ochenta y ocho, y ninguno de los otros era como él. Era tan divertido... siempre reía, ah, sí, y cuando hablaba era capaz de convencer a los pájaros de bajar de los árboles. Iba a Klondyke y murió congelado en el camino, un día, ah, sí. Se murió mientras yo rezaba por él. Nunca volví a rezar. Clara ahora se siente igual, está diciendo que Dios no la escucha. Es algo muy extraño ser mujer, queridas mías, y querer tanto para nada. El pequeño Allan era un niño precioso. Tenía una carita bronceada y ojos azules muy grandes. Es una lástima que no aparezca, aunque a mi Neil tampoco lo hallaron a tiempo, ah, no. Yo a Clara voy a dejarla tranquila, no la molestare tratando de darle consuelo. Yo siempre fui buena para dejar a la gente tranquila, sin contar la vez en que le di una azotaina al rey. Julia Hollinger, por el contrario, enturbia el sentido, hablando sin conocimiento. Qué mujer tan tonta. Dejó al esposo porque él no quería abandonar a un perro al que quería mucho. Creo que él fue muy sabio al preferir al perro. Pero me llevo bien con Julia, porque he aprendido a soportar a los tontos con alegría. A ella le gusta dar consejos y a mí no me ofende, porque nunca le haré caso. Ahora voy a despedirme de vosotras, queridas, y me alegro mucho de haberos conocido. Os deseo que los problemas nunca se sienten en vuestros umbrales. Tampoco voy a olvidar que me habéis escuchado con mucha gentileza, ah, no. Ahora no le importo mucho a nadie, pero, una vez, le di una azotaina al rey.

Emily, lejos de casaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora