Cavó a través de la nieve y de la tierra debajo de ella por espacio de hora y media, hasta lograr un hoyo rectangular. La tarea parecía sencilla a la vista de cualquier expectador ajeno, aunque las circunstancias cambiaban cuando se sumaban la oscuridad, el nerviosismo y el frío.A medida que el bosque se vestía de noche, minúsculos copos de nieve lo tiñeron todo de blanco.
La chica deseó quitarse los guantes para tener un mejor agarre de la pala. Sabía que era una insensatez, una locura que podía costarle los dedos. Así que sólo de vez en cuando se detenía, recobraba un poco el aliento y luego continuaba cavando.Por lo general, el bosque era un lugar bullicioso, colmado de bramidos de caribúes y aullidos de lobos, además de un sinfín de sonidos de dudosa procedencia. En cambio, luego del estruendo causado por el disparo de la escopeta, todo pareció quedarse en silencio. Sólo el viento, que hasta entonces se mostró como una criatura mansa, se tornó salvaje, reproduciendo hasta el cansancio el estallido del arma, para luego alzarse sobre sí mismo y arremeter con fuerza contra la cabaña de troncos y la chica que cavaba.
Sombrías nubes acompañaban la ventisca y la luna terminó desapareciendo en ellas, sumiendo a la chica en una profunda oscuridad.
Tenía veinte años. Delgada, con cierto aire nórdico. Su delgadez contrastaba con los abundantes senos. Estaba metida en el hoyo hasta la cintura y, en un momento en que le faltó el aire, dejó de palear para mirar su entorno. Comprobó que la noche parecía fundida con todas las cosas, otorgándole al bosque un toque lúgubre.
Regresó a la cabaña a por un farol de keroseno. En una de las paredes tenía un pequeño espejo colgado. Miró su cara y sintió pena de sí misma. Llevaba el labio inferior partido, le sangraba la ceja y un moretón comenzaba a formarse en una de sus mejillas. En sus ojos una suerte de dureza helada le otorgaba un toque demoníaco. Demasiado acentuado para una muchacha de su edad.
De debajo de la cama extrajo una caja que contenía doce botellas de whisky. Abrió una y se dio un trago. Cuando el calor le quemó el pecho, decidió regresar al exterior. Se enfrentó a las ráfagas de viento. Bajo la tenue luz del farol, dio los toques finales a su labor. Tenía las manos adoloridas, más alguna que otra salpicadura de lodo en el rostro. El hoyo era perfecto.
Acababa de matar a alguien y ahora tocaba enterrarlo.
Apartó la pala y se acercó a un pino. El hombre envuelto en el tapete permanecía inerte, la espalda apoyada al tronco del árbol. La alfombra tenía una tremenda mancha de sangre allí donde antes estuvo la cabeza del sujeto.
Sin dudarlo, la chica arrastró la alfombra hasta el hoyo. La dejó caer de una patada. Al llegar abajo, el bulto produjo un ruido seco. Entonces, la muchacha tuvo la impresión de que la rodeaba un rugido prolongado que se extendía a lo largo y ancho de la foresta. Al mirar arriba, percibió densas nubes recorriendo el firmamento a gran velocidad. Escupió con asco en la tumba y tapó el hueco. Cubrirlo fue mucho más rápido que abrirlo, y menos trabajoso. Al terminar, se quedó unos segundos mirando la tierra removida. Pensó que si tuviera la oportunidad de poner un epitafio, éste diría: Aquí yace el mayor hijo de puta del mundo. Que el diablo lo tenga en su gloria.
Regresó a la cabaña sintiéndose agotada, vacía. Ahora que todo acabó se sintió extrañamente hueca. Antes de cerrar la puerta, se detuvo. Una especie de sonido ululante, similar a un grito, llegó hasta ella. Dudó. Prestó atención. Creyó escuchar algo en la lejanía, pero debió ser el viento. O quizás el aullido de un lobo. Cerró la puerta y el calor en el interior de la cabaña la reconfortó. Sólo conocía una manera de dormir de un golpe hasta el amanecer: borracha. Así que, sentada en el suelo, con la espalda recostada al borde de la cama, se aferró a la botella de whisky.
A medida que el nivel de la bebida bajaba, la chica pensaba en el hombre muerto: Gary era un cabrón. Nadie lo echará de menos. Yo no lo echaré de menos, eso es seguro. Maldita la hora en que lo dejé entrar en esta cabaña. Los vecinos más cercanos están a ciento veinticinco kilómetros de aquí. Nadie escuchó el disparo. Nadie me vio cavando ese hoyo. Nadie me vio enterrarlo. Puedo echarme un año aquí sin volver a ver a otro ser humano. Cuando alguien pregunte, diré que se perdió en el bosque, que salió a cazar una mañana y nunca regresó. Alaska es el estado que más desaparecidos reporta en todo Estados Unidos. Gary será sólo uno más, otro lamentable dígito en las estadísticas. Y como ni siquiera era de aquí, será mucho más fácil creer que se extravió. Hijo de puta, mira lo que me obligó a hacerle. Mira lo que me hizo en la cara. Siempre borracho, siempre abusando. Ya era hora de ponerlo en su sitio.
Entonces volvió a escuchar aquel sonido fusionado con el aullar de la ventisca. No era un lobo, era algo más. Algo que la muchacha no conocía, que jamás en sus veinte años de vida había escuchado. Su cerebro, excitado por el asesinato, pretendió identificar el sonido. ¿Sería un oso? A esas alturas del invierno todos los osos ya estarían invernando. Cautelosamente, la chica se acercó a la puerta y, procurando hacer el menor ruido posible, puso la tranca.
Agarró la escopeta y fue hasta la única ventana de la cabaña. Pegó la oreja a la madera y escuchó. A pesar del calor provocado por el whisky, sintió que la sangre se le helaba. La escopeta escapó de sus manos y, al caer, produjo un sonido metálico.
Una voz, afuera, repetía:
-River. ¡River!
Era imposible. No podía ser. La voz tenía el mismo deje de Gary al pronunciar su nombre. Pero Gary estaba muerto. Una bala le explotó la cabeza. Yacía enterrado al fondo de la cabaña, bajo un metro y medio de tierra. Y pronto estaría cubierto por varios centímetros de nieve también.
-¡River!
La chica tuvo un escalofrío.
¡Es el viento!, se dijo. ¡Es el viento que me está llamando!
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Alguien en el viento
HorrorRiver es una chica que vive aislada en una cabaña de troncos en Alaska. Acaba de matar a un hombre y, sin saberlo, despierta a un demonio que pretende poseerla. O sólo será que se está volviendo loca?