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La comida se le estaba agotando: huevos, queso y enlatados principalmente. Sabía que no duraría mucho tiempo sin alimentos. Ya se le había terminado el café y el té iba por el mismo camino. Se recriminó por haber tenido la brillante idea de retornar a Alaska de modo definitivo. Muy bien, River, tu segunda mejor idea fue el asesinato, y la tercera encerrarte en la cabaña sin suministros suficientes. Suspiró. Nada lograría lamentándose y, aunque el pánico le hacía temblar cada hueso del cuerpo, se colocó un grueso abrigo de piel y se armó con la escopeta.

Cuando pensaba en todo el tiempo que su padre destinó a enseñarle cómo sobrevivir en medio del bosque, se avergonzaba del temor que la embargaba. Nunca fue una chica cobarde. Mientras las niñas de diez años jugaban con muñecas, ella cazaba osos con su papá. Mientras las niñas aprendían a cómo combinar vestidos con zapatos, ella aprendió a desarmar la escopeta y a limpiarla. Mientras las niñas sacaban buenas notas en matemáticas e inglés, ella obtenía sobresaliente en puntería. River sabía que no era igual a las demás chicas de su edad. Y por eso se sentía incómoda ante el temor. Además, ¿iba a quedarse todo el invierno encerrada en la cabaña, víctima de la sugestión? ¿Iba a permitir que el miedo dominara su vida, incluso sus sueños, llevándola a tener pesadillas noche tras noche? Cuando por fin entendió que la respuesta era no, ya pasaban varios días desde el asesinato.
Al abrir la puerta apuntó en todas direcciones, lista para disparar a cualquier cosa que quisiera saltarle encima. Nada, ni una rama se movió en kilómetros a la redonda. Arrancó la motonieve y se dirigió hacia el Yukón. Atravesó el río congelado sin dificultad y, en la primera trampa, diez kilómetros más allá, halló un glotón. Podría vender la piel en Tanana y la carne, aunque no era una exquisitez, le ayudaría a sobrevivir los próximos días.

Se apresuró a retomar el camino de regreso. Debía apurarse antes de que el sol se ocultara. Sin embargo, aquel camino recto tantas veces recorrido se le estaba haciendo eterno. No supo explicar cómo pero, de alguna manera, la cabaña de troncos no se encontraba donde debía estar. La buscó dando giros en el mismo lugar, sopesando la posibilidad de haberse perdido. ¡Maldición! ¿Cómo era posible?

El bosque era distinto a lo que recordaba. Ante la incredulidad de sus ojos, los pinos se transformaron en cedros de tupido follaje, de una altura cercana a los cincuenta metros y, al unísono, variando la geografía del lugar.

Los minutos se acortaron, cediendo el paso a la puesta de sol. Arriesgándose al frío y a las criaturas de la noche, River corrió desesperada en la motonieve. Pese a estar en invierno, comenzó a sudar. Su respiración se volvió cada vez más contenida mientras su rostro perdía los colores. Fácilmente se le podría confundir con un fantasma de no ser por la bruma que se le escapaba al respirar. Entonces, detuvo en seco la motonieve.
Allí donde debería estar el río Yukón, encontró un pozo. En medio de la nada. Imposible, eso no debería estar ahí, pensó. Con cautela se acercó al pozo, manteniendo una distancia prudencial entre la estructura y ella. Para continuar su horror, del fondo brotaban sonidos espantosos, como si alguien intentase escalar a través de sus paredes mohosas. Se preguntó qué encontraría si se asomaba al brocal. Sin embargo, sus sentidos le gritaron que saliera de allí de inmediato.

River aceleró la motonieve para huir despavorida sin ni siquiera mirar atrás. Tras ella, una suerte de eructo infernal in crescendo brotó por la boca del pozo, poniéndole la piel de gallina. En su escapada pudo reconocer a pocos metros de distancia detrás suyo el inconfundible sonido de ramas rompiéndose con brusquedad. Algo la perseguía, pero no se detuvo a mirar. Cuando estaba a punto de derrumbarse, rezando por un final rápido como única recompensa, encontró la cabaña. Jamás imaginó sentir tanta felicidad al divisar la silueta de su hogar, ni la dicha que la seguridad de esas paredes podía transmitirle.

Una vez a salvo, dejó caer todo el peso de su cuerpo sobre el suelo. 
No supo qué la persiguió, pero de algo sí estaba segura: preferiría morir de frío e inanición antes de volver a poner un pie afuera.

Alguien en el vientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora