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Despertó.

Los sonidos de una tormenta envolvían el espacio fuera de la cabaña. Dentro, el frío calaba los huesos.
River se levantó de golpe. La puerta estaba abierta de par en par y la mesa había sido apartada a un lado. Un rastro de nieve comenzaba en el umbral, pasaba frente a la estufa de leña (ahora apagada), para morir justo al lado de su cama. Como si el invasor se hubiese molestado en observarla dormir por un extenso lapso de tiempo. Se horrorizó sólo de pensarlo.
Buscó en su memoria el recuerdo que le confirmara que había cerrado la puerta, que obstaculizó el paso con la mesa. Lo hizo, no tenía dudas. Lo que indicaba que su acosador tenía suficiente poder como para entrar a la cabaña cuando quisiese. Pero ¿cómo? Le vino a la mente el agujero en la ventana, y acto seguido rechazó la idea por ridícula. ¿Acaso su acosador era un duende o una entidad extraterrestre capaz de viajar en el viento?
Temblando como una hoja abatida por la tormenta, corrió hacia la puerta. Cerró de un tirón y escuchó con espanto los inquietantes murmullos que eran traídos por el aire. Y se apresuró a taponear el agujero de la ventana con el viejo corcho de una botella de vino.
Esa misma tarde, luego de que River encendiera la estufa,  creyó percibir cosas extrañas moviéndose en la nieve. El sonido de garras raspando el exterior de las paredes se hizo evidente. Volvió a descartar el hecho de que fuera un oso. Era imposible que a esas alturas del invierno, con temperaturas tan bajas, alguno de ellos anduviera por ahí. Podían ser lobos, o un glotón, y bajo los efectos del alcohol no descartó la posibilidad de que fuera un hombre lobo o hasta el Abominable Hombre de las Nieves.
Tomó un sorbo de whisky para calentarse. Ya no le quedaba más que la mitad de la caja, cinco o seis botellas. Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando el sonido de zarpas volvió a inundar el silencio, sólo que esta vez era en la madera de la puerta.
River tuvo la certeza de que la criatura que la acechaba buscaba puntos débiles en la estructura de la cabaña.
La chica no dejaba de romperse la cabeza pensando que los golpes en la puerta, los arañazos en los troncos, los alaridos que desde la noche del crimen no dejaban de acosarla, parecían ecos de lo que Gary había hecho.
No podía entenderlo. La soledad nunca fue un problema para ella, estaba acostumbrada a pasar los largos meses de invierno sin gente alrededor y jamás tuvo ni siquiera una alucinación. La demencia era la única explicación posible para los extraños ruidos, para la desorientación que sufrió cuando se alejó de la cabaña, y hasta para el pozo que apareció y desapareció ante sus ojos en medio del río, como una boca abierta por donde respiraba el bosque.
Atormentada, River cada vez comía menos y bebía más, una burda caricatura de su propio padre. Las cuatro horas de luz diurna se iban en un pestañazo y entonces todo lo que quedaba del mundo era oscuridad. Con la llegada de las noches, venía también el miedo, la incertidumbre. La única forma de soportar el acoso era estando borracha como una cuba. Pero el whisky también se estaba agotando.
Con la misma entereza y sangre fría con que apretó el gatillo aquella noche distante, ahora puso dos cartuchos en la escopeta y aguardó.
No demoró mucho antes de volver a escuchar los sonidos. Unas ráfagas de viento, en un inicio cortas pero luego más sostenidas, atravesaban la foresta creando un susurro incomprensible. Sin pensarlo dos veces, River abrió la puerta y se enfrentó a la noche y a la tormenta.
El aire se volvió helado por completo y la nieve que caía era densa y giraba en pequeños remolinos.
Con el dedo puesto en el gatillo (contra todas las normas de seguridad enseñadas por su padre), River preguntó:
—¿Hay alguien ahí?
No lograba ver más allá de dos o tres metros por delante, así de oscuro estaba todo. Podía escuchar al viento soplar en lo alto y luego descender para arremeter contra la cabaña. River apenas conseguía mantener los ojos abiertos y el golpe de viento casi la arrastró hacia atrás. Tenía la sensación de que la observaban en la distancia. Y tal parecía que el viento, estallando en intensos resoplidos, era su respiración.
—¿Quién anda ahí? —volvió a gritar la chica, y nadie contestó.
River hizo un disparo al aire. El estruendo se expandió a través de varios kilómetros hasta involucionar en un eco finito. El viento, creyendo que ella lo atacaba, se volvió tornado y la golpeó. Cayó proyectada hacia atrás, hacia el suelo de tierra del interior de la cabaña. El golpazo fue tan fuerte que tuvo la impresión de que la cabaña entera se había estremecido. La escopeta se le escapó de las manos y se deslizó hasta debajo de la cama. Quiso atraparla a tiempo, pero el viento hizo lo impensable: alzó a River en sus gélidas alas y la lanzó con violencia sobre el colchón. La chica se golpeó la cabeza contra la pared y durante unos segundos un hiriente zumbido en los oídos la atontó. Acto seguido, un golpe de viento la levantó en peso y la estrelló contra el techo. River sintió un dolor intenso recorrerle el cuerpo, rebotó como una pelota y se desplomó otra vez contra la cama.
No tuvo tiempo de reaccionar: algo así como una ameba gigante e invisible la envolvió entera. Al contacto, la piel de River se contrajo en un escalofrío, como si acabase de recibir una descarga helada que redujo su temperatura corporal unos cuantos grados vertiginosamente.
La chica intentó defenderse usando, incluso, los dientes. Pero no consiguió aferrar a su atacante.
Con garras y colmillos de hielo el viento comenzó a desgarrar la ropa de la muchacha. Profundos y sangrantes arañazos en brazos y vientre aparecieron de repente, como si River estuviese siendo atacada por un felino. La ropa crujía al desgarrarse, pero los gritos de River no permitían escucharla. Estaba aterrorizada. Buscaba a su atacante, pero no podía verlo. Intentaba golpearlo, en vano. Sin embargo, lo sentía y lo olía: el mismo olor rancio y no identificable que tenía Gary la noche en que la atacó. Entre sollozos, River estuvo a punto de pedir auxilio, pero quién iba a escucharla en aquel lugar remoto. Para mayor desgracia, un peso tremendo se asentó sobre su pecho cortándole la respiración, justo como si un ente invisible se le hubiese puesto encima a horcajadas.
Le vino otra vez a la mente la noche en que mató a Gary, cuando él casi se sentó sobre ella para golpearla. Fue una imagen fugaz, pero lo suficientemente nítida como para hacerla gritar:
—¡Basta! ¡Detente! ¡¡No!! ¡¡BASTA!! —Igual a aquella noche fatal.
Los grandes senos de la chica quedaron al descubierto y marcas como de dedos hicieron su aparición, apretándola, sobándola, causándole dolor, dejándole unos feos moretones en la piel. Unas manos frías como témpanos rasgaron el pantalón haciéndolo añicos a lo largo de las piernas. De contra, algo semejante a unas ventosas pretendían aferrarse a su boca, quizás para succionarla. Ahora, semidesnuda, lanzando golpes a ciegas contra nada, esquivando esos besos sobrenaturales, River temió por su vida. Y justo entonces pudo sentir con absoluta claridad cómo un par de manos les separaban las piernas.
Ese fue el instante en que tuvo la certeza de que las cosas no andaban bien. Ya no le importó el terror acumulado en los días anteriores, las noches sin dormir escuchando la voz fantasmagórica. Ni siquiera le preocupó que alguien pudiera descubrir el asesinato y la condenaran a cárcel por ello. Lo único que importó, lo único que sería capaz de volverla realmente loca, fue sentir aquel algo largo y erecto penetrándola sin la menor compasión. River gritó como una endemoniada, queriendo morirse antes que continuar viviendo esa pesadilla. Mientras era montada por el frío ártico de Alaska, pensó en el suicidio. El ente la destrozaba por dentro al ritmo de un semental descontrolado, robándole las fuerzas, chupándole las energías. Ya casi sin ánimos para resistirse, la chica dio unos cuantos manotazos más al vacío. Gritaba y lloraba tan bajito que apenas podía creerse que algo la estaba poseyendo. Para rematarla, en su mente trastornada, una vocecilla sarcástica le confesó: Soy el viento, puta. ¡Soy el viento!
Y antes de que toda esa pesadilla terminara, se desmayó.

Alguien en el vientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora