7

2 2 0
                                    

Desde pequeña, el río guardaba con ella una conexión especial. No sabía cómo explicarlo, pero el lazo unificador siempre la hizo sentir fuerte, sobre todo en los momentos más cruciales de su vida. Siempre que se sentía abatida por el mundo, encontraba en aquel cuerpo de agua un amigo en que apoyarse. El Yukón era incondicional, una fuente de alimento, vía de acceso al mundo, refugio y confidente. Pero aquella mañana, al despertar, las cosas cambiaron un poco. Y, para confirmarlo, River dejó escapar un grito horrorizado.

La cabaña ya no era la cabaña: semejaba la maqueta de una construcción aún sin terminar. Faltaba exactamente la mitad. Ahora, en lugar de la pared con la ventana clausurada, la chica tenía ante sí al río descongelado, cuyas aguas corrían con brío por el justo medio de la estancia y, más allá, en la otra ribera, a lo largo de lo que alcanzaba la vista, el bosque, y diminuta en la lejanía, casi imperceptible, la pared faltante. La estufa se había apagado y el frío ártico estaba asentado sobre los escasos muebles. El río permanecía congelado fuera de los límites de la cabaña y sus furiosas aguas tronaban sólo en el reducido espacio de diez metros cuadrado. Vista desde afuera, parecía que alguien cortó la cabaña con una sierra caliente y una precisión de cirujano, mientras que, desde dentro, daba la impresión de un cuadro surrealista.

Sintiéndose atacada, River se lanzó en busca de la escopeta. Descubrió que ésta había quedado del otro lado del río y la inundó una profunda sensación de indefensión.

Entonces, las aguas comenzaron a abrirse como en un pasaje bíblico. Del fondo, acompañado de un silencio agudo, el pozo fue brotando con lentitud. Por primera vez en sus veinte años, River sintió que el lazo que la unía al río se tornaba tan pesado como una cadena, y aquella conexión mágica reventó como una pompa de jabón. El pozo se alzó imponente, su oscura boca señalando al cielo. De su interior brotaba un sonido que no era difícil de identificar: algo (o alguien) intentaba salir, clavando las uñas en las paredes interiores. Y se acercaba cada vez más.

Teniendo en cuenta que el pozo podía ser un túnel hacia otra dimensión, River esperaba ver salir de él un monstruo terrible, algo sin nombre, inclasificable. En cambio, lo primero que brotó fue una cabeza humana, tan blanca y con cabellos tan rubios como los de la propia River, sólo que despeinados y completamente mojados. Después, salió una mano de mujer, y luego otra mano, para, al final, dar paso a un figura femenina que River no demoró en reconocer. La mujer vestía una bata raída, la piel estaba arrugada, descarnada en algunos puntos, y apestaba. Le faltaban los ojos. En su lugar había unos cuencos negros como azabaches y tan profundos que parecían no tener fin.

La chica sintió que las piernas ya no la sostenían más y cayó al suelo. Quiso decir algo, pero ni una pizca de voz brotó de su garganta. Sus ojos, extremadamente abiertos por el espanto, no conseguían parar de llorar. La River que brotó del pozo era un siniestro reflejo de sí misma, la imagen que la chica se negó a mirar cuando quebró el espejo en cientos de pedazos. La muchacha tuvo la certeza de que la aparición no era más que la personificación de su alma desde el momento en que le disparó a Gary, y sintió que la respiración se le cortaba. El cuerpo arrugado y putrefacto, hinchado por el agua, descendió flotando con suavidad hasta casi rozar el rostro de la chica y se quedó inerte a ras de la corriente, como esperando una reacción. Simuló una sonrisa con unos dientes podridos y extendió hacia River una de sus pálidas manos.

—Ven conmigo —dijo la muerta. La voz no salió de su boca.

River dijo que no con la cabeza, sin poder apartar la mirada de ella.

El pozo comenzó a bullir como un volcán en erupción y una sustancia sanguinolenta y maloliente se desbordó por el brocal. El líquido rojizo se mezcló con las cristalinas aguas del Yukón hasta tornarlas sucias. Alrededor del pozo se podía apreciar un remolino de sangre que se inició como una mancha roja en lenta expansión. Un fétido olor lo inundó todo, un olor que por un segundo trajo a la memoria de River la noche del asesinato. Así olía Gary aquella noche fatal y ahora, por fin, la muchacha identificó el olor: apestaba a carne en descomposición.

River sintió que su alter ego obtenía cada vez más fuerza a medida que el remolino escarlata se ensanchaba.

—No temas. Ya eres parte de nosotros —dijo la voz—. Ven conmigo.

La débil luz del farol de keroseno daba de plano sobre el rostro deforme de la putrefacta figura. River volvió a negar. Intentó decir que no, pero fue inútil. Entonces, el viento se levantó con furia una vez más para arremeter contra lo que quedaba de la cabaña. La River muerta encolerizó.

—¡¡Ven conmigo, te lo ordeno!!

—¡¡No!! —gritó la chica, rompiendo al fin el nudo que se le había formado en la garganta. La voz le salió distorsionada.

La figura semipodrida se lanzó sobre River. La agarró por el cuello para hundirla en el río, intentando ahogarla. River sintió frío envolviendo su cuerpo mientras luchaba por liberarse. Bajo el agua abrió los ojos y descubrió que en lo hondo no había nada, sólo una perpetua oscuridad abisal.

La fuerza del cadáver era tan potente que de un halón consiguió hundir la mitad del cuerpo de River en la corriente helada. Aunque la chica se resistía, el cadáver buscaba el modo de arrastrarla hasta el fondo. Quería llevarla hasta el pozo, alimentarlo con ella. En un desesperado intento por salvar su vida, River pateó a su doble en pleno rostro. Sintió que se liberaba y logró salir a la superficie y respirar. Tomó una gran bocanada de aire y, casi de inmediato, se lanzó a nadar hacia la orilla.

El cuerpo en descomposición había conseguido alejarla unos dos metros de la cabaña, por lo que con un par de brazadas River se puso a salvo. Salió reptando del agua en el justo instante en que el cadáver la agarraba por los pelos y la halaba otra vez en dirección contraria. River empujó con fuerza y un dolor tremendo se adueñó de su cuero cabelludo. Pudo sentir mechones de pelo desprenderse de ella al tiempo que se ponía en pie.

Lo primero que cayó en sus manos fue el farol de keroseno. River se volteó con prisa y le arrojó el farol en medio del pecho. El cadáver ardió en un segundo, como si fuese un montón de yesca, retorciéndose y dando alaridos de dolor. Al segundo siguiente, ya no estaba.
En un pestañazo, todo volvió a la normalidad. El río desapareció, la cabaña estaba intacta y el silencio era dueño del mundo. El pozo regresó a la nada y el farol yacía en el suelo, apagado y roto. Y fue como si River lo hubiese imaginado.

Sólo un pequeño charco de agua a sus pies permanecía como prueba de la terrible experiencia.

Alguien en el vientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora