Día 8: Cheryl

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Ya habían transcurrido dos meses desde que la señorita Madeleine dio a luz. Pensé que eso le ayudaría a mejorar un poco su estado de ánimo, pero fue todo lo contrario. No existía un medicamento que pudiera acabar con sus recurrentes ataques de pánico. La pobre chica constantemente me decía que tenía algo muy malo dentro de sí. Al principio creí que ella quizás había estado hablando acerca del bebé, puesto que el suyo se trataba de un embarazo no deseado, pero yo estaba muy equivocada al respecto. Aunque tengo nociones básicas de los síntomas que pueden ocasionar los distintos padecimientos mentales, se notaba a leguas que la enfermedad de esta niña era de las más graves con las que podría encontrarme.

Cuando comencé a trabajar como asistente médica, sabía muy bien lo que implicaría mi labor. Me encontraría cara a cara con el sufrimiento e incluso la muerte todos los días. No sería nada sencillo, pero mi determinación de ayudar a otras personas era mucho más grande que mis miedos. Sin embargo, ninguna de mis experiencias anteriores pudo prepararme para todo lo que tuve que enfrentar desde que acepté convertirme en la enfermera particular de esta perturbada muchacha.

La señora Irina insistió en continuar con el tratamiento de su hija fuera del hospital psiquiátrico. No le agradaba la idea de mantener a la joven encerrada en un sitio tan deprimente como lo era la habitación que se le había asignado dentro de las instalaciones del sanatorio. Sarah Hopkins, la neuróloga a cargo del caso, consintió en trasladar a Madeleine a una acogedora casa rodeada de árboles que se ubicada muy cerca de las instalaciones de la clínica. De esa manera, podrían llevársela e internarla de nuevo en caso de que fuera necesario.

La chica requeriría de atención constante durante todo el día. La terapia psicológica y la potente medicación que debía administrársele eran las tareas que le correspondían al personal más capacitado de la institución en sus visitas diarias. Y era de vital importancia que alguien permaneciese al lado de la joven en todo momento. Ese fue el empleo que acepté desempeñar, sin comprender a cabalidad lo que realmente implicaba. No podría decir que me arrepiento de haberlo aceptado, pues me sentía muy útil al colaborar en la recuperación de esa niña. Lo que sí debo admitir es que hubo incontables momentos en los que estuve a punto de renunciar y salir huyendo de allí. La única cosa que me contuvo de abandonar ese puesto de trabajo fue la compasión, tanto por Madeleine como por su angustiada madre. Día tras día, esta mujer se sentaba en el piso, al otro lado de la puerta cerrada de la habitación de la jovencita, para hablar con ella durante horas. Prefería quedarse afuera porque no le agradaba que su hija la viera llorar. Eso siempre me partía el corazón. Era inevitable para doña Irina soltar las lágrimas en cuanto miraba el lamentable estado de su amada niñita.

No había forma de hacer que la jovencita subiera de peso ni tampoco lográbamos que ganara algo de color en las mejillas. Se la veía pálida y frágil, con unas grandes ojeras negras permanentes debajo de sus tristes ojos azules. Su mirada se perdía por largos ratos en la imagen de sí misma que se reflejaba en una lámina de papel aluminio extendida que habíamos colocado en la pared, a manera de espejo. No queríamos correr ningún riesgo y por eso no permitíamos que hubiese vidrios al alcance de ella. Yo dormía en la misma habitación, lo cual hubiese sido sumamente peligroso para mí si no fuera porque la niña permanecía sujeta a su cama con fajas de contención durante las noches. A menudo, Madeleine se despertaba en mitad de la madrugada, hecha un mar de sudor, gritando y diciendo que había alguien adentro del espejo que venía a matarla. En otras ocasiones, intentaba cubrirse los oídos mientras apretaba los párpados, suplicándoles a “las sombras” en las paredes que se callaran y la dejaran en paz. Ya perdí la cuenta de las veces que tuve que levantarme a limpiarla y cambiarle las sábanas, dado que vomitaba con mucha frecuencia. Mientras la aseaba, ella no paraba de reír y de mirar hacia el techo. Recordar esos momentos aún me produce escalofríos…

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