La Ruta del Cadáver I

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Hagrid se sentía feliz de haber terminado tan pronto las compras en Londres. Los pies y la espalda le rogaban ser recostados en su cama. Mientras bajaba la colina a su cabaña, le pareció que Fang andaba cerca.

- ¿Quién anda ahí? -gritó Hagrid.

Uno de los thestrals se acercó al camino. El semigigante le ofreció algunas de las galletas que le quedaron del viaje a Londres, acariciándole el flanco. Contento de volver a su cabaña, no vio las tres sombras que corrían desde el huerto.

Las galletas le recordaron que tenía hambre, pero ya no quedaba ni una. Se tomó un momento para deliberar si era muy tarde para la cena o muy temprano para el desayuno. Mientras tanto podía encender un fuego en la chimenea para calentar un té de limón, pero solo tenía troncos grandes y no le apetecía esperar a que se encendieran, de modo que salió a partir uno en astillas. Deseó hacerlo muy rápido, solo deseaba entibiar la cabaña, llenarse un poco el estómago y dormir.

Vio su hacha, con la agarradera vieja y rota, y arrugó la nariz. Los malditos pixies del cobertizo habían hecho de las suyas toda la semana con sus herramientas. Ya casi estaba suelta, y de hecho compró mangos de madera en el mismo sitio donde compró las trampas, pero solo deseaba terminar pronto. Su objetivo era llenarse un poco el estómago para ir a dormir, la agarradera nueva podía esperar.

Decidió que usaría el hacha rota, con algunas precauciones. Las cuales olvidó al segundo hachazo contra el tronco. La cabeza del hacha salió volando, y aterrizó con un ruido seco detrás del huerto.

Con la agarradera en mano, Hagrid caminó al bosque. Fang ladraba enloquecidamente a unos metros de donde se suponía estaba el resto del hacha.

- ¡Fang! ¡Es solo una...! –Hagrid se interrumpió de golpe-. Oh, Merlín. Lo siento, profesor Lockhart.

El profesor Gilderoy estaba tendido a un metro del hacha. Quizá salió a conseguir especímenes para la clase, con la mala suerte de que el hacha lo golpeó. Hagrid se agachó a disculparse, pero el hombre no reaccionaba. No podía oirlo. No tenía pulso.

El semigigante entró en pánico. Mató un profesor. Lo regresarían a Azkabán. O peor, lo sentenciarían a muerte. Es lo que generalmente se hace con los gigantes y los semigigantes que matan a alguien.

Puso a Gilderoy bajo su brazo, y con las zancadas que solo un semigigante en apuros podía dar, alcanzó la cancha de Quiditch en unos minutos. Escondió el cadáver en un saco de las escobas, en la parte de atrás de las gradas estaría bien. Aprovecharía la oscuridad para cavar una tumba lo bastante profunda en el terreno detrás del invernadero y lo enterraría durante el desayuno, cuando todos estuvieran en el Gran Comedor para evitar que lo vieran por las ventanas. Lo último que quería era a Colin tomando fotografías en el peor momento

Iba a comenzar a cavar cuando recordó que sus herramientas estaban rotas. Tomó mucho aire y se limpió las lágrimas. Tenía que ponerle el nuevo mango a la pala.

-Hagrid, bien te dijo tu padre que los flojos trabajan doble –se dijo en voz baja-. Debiste cambiar el mango de esa hacha.

Por supuesto el mango no era a la medida y perdió mucho tiempo tratando de hacerlo embonar, todo para no tener que lijarlo, y por supuesto con la prisa se astilló, de modo que tuvo que usar el que reservaba para el zapapico.

Cuando por fin comenzó a palear, descubrió que también necesitaba el zapapico. El terreno era muy duro. Apenas había avanzado medio metro de profundidad, cuando se encontró de narices con los alumnos de quinto, que venían al invernadero por savia de mandrágora. Tuvo que inventar alguna estupidez de poner un criadero de gurgulobrices.

18 sitios para esconder un cadáverDonde viven las historias. Descúbrelo ahora