4. Los acertijos

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"La tortura de una mala conciencia es el infierno de un alma viviente". — John Calvin


Oscuridad.

Por tercera vez se encontraba allí.

Odiaba tanto aquel lugar que, aunque no pudiese verlo, podía reconocer el desagradable olor a moho que desprendía de toda la habitación. En cuestión de segundos sintió que comenzaba a faltarle el oxígeno, sintió más temor que la primera vez, quería gritar, golpear su rostro y huir; sin embargo, mover un solo musculo sin su consentimiento solo causaría una gran tormenta.

Si no quería perder debía soportar estar allí.

Sintió su respiración cerca de su cuello, lo que ocasionó una perdida total de los latidos de su corazón. Comenzó a respirar agitadamente, desesperada al sentir sus manos pasar por su nuca.

—Por favor... — suplicó entre lágrimas.

—Solo es una pequeña condena... — escuchó su voz, su aliento cochó contra su cuello ocasionando escalofríos — Las reglas-

Se deben cumplir — completó la frase entre lágrimas.

—Una frase tan simple, ¿no crees? — asintió enterrando sus uñas en la palma de sus manos.

Su presencia, aunque podría catalogarla como familiar, escondía un monstruo incapaz de descifrar. En su mirada encontraba el refugio que tanto necesitaba, pero al mismo tiempo, era la destrucción de la que tanto huía desesperada.

En cuanto la puerta se cerró la oscuridad y ella fueron uno solo.


Abrió los ojos escuchando el pitido de las máquinas. Con el corazón en la garganta agradeció aliviada de que solo fuera un sueño más, otra pesadilla añadida al montón, nada de lo que pudiera preocuparse o alterarse.

Solo debía suspirar.

Giró el rostro lentamente, sus ojos a punto de cerrarse suplicaban por observar un poco más a la figura que se encontraba cerca de la ventana.

Parpadeó tratando de enfocarse.

La debilidad de su cuerpo le impidió pulsar el botón para llamar a la enferma, deseaba crear que se trataba de su familia en el lugar; sin embargo, cuando se acercó a su rostro y escuchó su voz en un susurro supo que se trataba de él una vez más.

—Descansa, Charlie — escuchó antes de perder el conocimiento.


Jadeó sintiendo la nieve quemar la planta de sus pies.

No podía ver nada, pero no podía dejar de correr.

—Charlie... escuchar su voz erizaba su piel y aceleraba los latidos de su corazón hasta casi querer hacerlo salir de su pecho ¡No escaparás de mí!

Sentirlo tan cerca de sí y pisándole los talones era un motivo para continuar. No iba a morir, lo había decidido.

No podía detenerse.

No iba a perder.

—¡Jamás escaparás, Charlie! — había diversión y arrogancia en su voz, se escuchaba emocionado.

—¡Charlie! — dejó de correr abruptamente al reconocer la voz de su madre, se giró para buscarla con desesperación.

No podía perderla...

|La sangre en sus manos|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora