11. El placer del sufrimiento II

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Una vez se imaginó cómo sería el mundo si una parte de nosotros decidiera sentir tanta compasión por el prójimo como para acabarnos y frenar las verdaderas intenciones detrás de una sonrisa. Ante esta inquietud creía firmemente que el mundo arrojaría una raza alejada de la convicción. Basados en la misericordia maquillada como autocontrol nada lograba generar autocomplacencia, solo aumentaba la acción de querer ser y deshacer.

¿Qué podía pensarse de un individuo que detenía su accionar por lástima? Un ser carente de convicción, atrapado en la masa común, el rostro de la debilidad y la incompetencia; la presa, más no el cazador y el juguete perfecto de un juego donde la única salida era ser igual o mejor que ellos. Por esa razón, ceder ante la debilidad impulsada por la fragilidad de tus pensamientos era un constante ir y venir de desgracias que tarde o temprano acabarían contigo; detener los deseos característicos de sed solo terminarían con la perdida de un alma insuficiente que jamás será recordada.

Zigzagueó sin quitarle la mirada de encima. Era la presa perfecta: la calidez de su voz, el movimiento de su cuerpo, la dulzura en su mirada y la capacidad de impactar; tenía todo para atraer a la bestia, todo para caer en la boca del lobo.

En sus miradas descubrió que no saciaban sus deseos tan fácilmente. Era más que un anhelo sano, no era una simple seducción por caer y sentir el placer en cada súplica; era la obsesión por saber que podían controlarlo todo y obtener el resultado que tanto anhelaban: sufrimiento.

Aún con tantos resultados ideales elegían solo uno: aquel que lograse arrebatarles la conciencia hasta impedir sentir compasión, esa era la respuesta ideal. Entre tanta incoherencia sentir deseo era crucial y llevarlo a cabo era el camino ideal para descubrir el arte que se pronunciaba entre suplicas e hilos rojos.

Se detuvo jadeante.

No podía cambiar la decisión que había tomado, pero sí el resultado.

Estiró su brazo para frenar su caminar, podía detenerlo, estuvo a punto de hacerlo cuando, tan rápido como parpadear, se encontró con la imagen que cacheteó su rostro llevándola a la realidad.

Abrazó su cuerpo susurrando a modo de súplica, temblaba e imploraba por ayuda apretando su mano fuertemente, casi temiendo de que escapara. Desesperada por encontrar la solución a una situación irremediable, elevó el rostro al cielo oscuro entre lágrimas mientras veía la nieve caer.

No te vayas — Jadeaba y derramaba lágrimas de sangre sin conocer la razón su castigo; una vez más deseó estar en su lugar — Escúchame, todo estará bien — prometió falsamente acariciando su mejilla, consciente de su prepotente presencia a sus espaldas.

En su último aliento entendió que el caos comenzaría en cuestión de segundos y no podría escapar de él. En realidad, nunca lo había logrado.


Despertó.

Parpadeó acostumbrándose a la luz de la estancia, las paredes blancas, el pitido de la máquina a su lado, su mano fría e inmóvil; fue fácil reconocer donde se encontraba: el hospital.

Incorporó su cuerpo lentamente como si se tratara de un objeto de cristal hasta tomar asiento. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Cómo llegó al hospital?

Cassandra ingresó a la habitación sorprendiéndose de encontrarla despierta. Sin dudarlo se acercó, ubicó una mano en su frente y antes de obtener una queja de su parte corrió en busca del médico encargado de su cuidado que en cuestión de segundos ingresó a la habitación. Amablemente, el hombre cuestionó su estado de salud, preguntó por alguna reacción, algún dolor o incomodidad en su cuerpo y al final de todo el interrogatorio le indicó los medicamentos a tomar, prometiéndole que regresaría en unas horas para realizar más exámenes.

|La sangre en sus manos|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora