Capítulo uno: Carbón.

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Máximo Prymer murió alrededor de las seis de la mañana un sábado despejado de verano, apuñalado múltiples veces por un asesino de apariencia austera y simpática, que aprovechó el cambio de turno de los guardias en el campamento en el que se refugiaban los soldados de la Corte del León Dorado.

La tarde anterior se había despedido de su mujer y abrazado a sus dos niñas pequeñas, recordándoles con voz melancólica que cuidaran de su madre mientras él protegía el reino de los malvados monstruos que nos atacaban día y noche sin descanso alguno. Las pequeñas lloraron desconsoladamente sobre sus hombros y su mujer de prominente vientre y piel tirante, se dio pequeñas caricias mientras murmuraba palabras de calma hacia el primer hijo varón que la familia esperaba. Él la acompañó en sus muestras de cariño hacia el no nacido y se permitió darle un beso en plena vía pública. Él era un gran soldado y un padre ejemplar.

Al término de la despedida, montó su caballo blanco y ordenó a su batallón emprender la marcha de la muerte hacia sus enemigos. Fueron despedidos con un aluvión de aplausos y buenos deseos por parte de la población completa y varios altos mandos que se quedaron en los puestos más armados de la muralla que delimitaba el oscuro bosque que representaba un peligro por la plaga de saltamontes de cristal que arrasaba los cultivos día con día, matando lentamente de hambre a todo el pueblo entero.

Como era de esperarse, cuando la desoladora noticia de su fallecimiento llegó a oídos del pueblo, se armó un revuelo y gran parte de los hombres y mujeres que lo vieron partir se amontonaron en las calles para darle una última despedida al ataúd donde descansaba el cuerpo ensangrentado del general.

Pero, cuando el mismo hombre que lo había asesinado también fue trasladado al pueblo para su pronto enjuiciamiento, los lugareños explotaron en abucheos y gritos rabiosos, condenando al homicida a recibir golpizas y pedradas todo el camino al castillo de La leona, donde se llevaría a cabo un juicio que, lamentablemente, dictaminaría su sentencia de muerte a las pocas horas.

Podía verlo, cuando el hombre fue llevado a la horca y amarrado como un animal frente a una multitud enardecida que clamaba por sangre culpable. Podía verlo, y sabía que él me estaba viendo. Tardó, pero finalmente, luego de buscarme con la mirada por un par de minutos, me encontró justo al fondo, oculto en la completa penumbra que un edificio a medio construir me obsequiaba.

Él me miró con esos ojos pardos y tristes mientras sonreía y soltaba palabras de despedida al viento. Una oración que solo nosotros entendíamos.

"Ahora puedes descansar, hermano".

Contesté, justo antes de que bajaran la palanca que accionaba la compuerta donde estaba parado y la gravedad hiciera su trabajo, ahorcándolo lenta y tortuosamente. Sofocándolo por lo que me parecieron horas de completa tortura.

Ahí iba mi último hermano. Él último al que le solté un te quiero.

Di media vuelta y volví a mis labores. Casi de forma mecánica me alcé al hombro una bolsa de cemento y la descargué varios metros después para, acto seguido, vaciarla sobre una gran palangana y mezclarla con agua y arena.

Repetí la acción varias veces sobre los siguientes baldes vacíos, ignorando las constantes punzadas de dolor en mi pecho y tratando de tragar la pesada bola de angustia que se había alojado en mi garganta para no desaparecer por más horas que pasaran.

Limpié las gotas de sudor en mi frente de un manotazo, porque eso eran, sudor, solo sudor que resbaló hasta mis ojos y los tornó rojos. No tenia nada que ver con su muerte, no tenía nada que ver con que mi último hermano haya preferido la venganza antes de permanecer conmigo. Antes de preferir mi vida y no una muerte tan injusta.

The crack: Mi sistema fracturado.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora