Capítulo cuatro: La casa Justice.

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El desagradable sonido de la carne agrietándose, el incesante gorgoteo de las gotas carmín al acariciar mi piel y morir al tocar el suelo, la sensación de mis músculos entumecidos y el penetrante aroma a hierro eran las sensaciones más evidentes que llegaba a interpretar. La carne en mi espalda ya no se sentía, creo que gran parte de mis músculos debieron haber quedado hechos trizas. Mi cuerpo parecía estar gritando agónicamente, suplicando entre un mar de lágrimas rojas por un poco de clemencia. Rogando una piedad que nunca recibiría.

Cada tanto se encogía y temblaba débilmente, presa de los espasmos que un desolador llanto de niño la obligaba a exhibir. Las uñas en mis dedos habían desaparecido, siendo sustituidas por una pulpa roja y machacada. Los huesos fragmentados y antinaturalmente revueltos en cualquier dirección eran solo un bonito accesorio que complementaba la mutilación de mis manos. Una masa amorfa, hinchada y supurante yacía donde debería contemplarse mi típicamente rebelde expresión, tan irreconocible como los ases de luz y sombra que muy vagamente podía reconocer mientras lo que quedaba de mi cuerpo era arrastrado hacia dos estacas con forma de crucifijo. Me llevaban hacia las puertas de una lenta y dolorosa muerte.

Seguía llorando, ya sin fuerzas para siquiera abrir mis morados párpados, pero solo pequeñas gotas rubíes lograban colarse por entre ellos y marcar mi rostro con tristes caminos decolorados.

El abucheo de la gente podía ser ensordecedor, pero me resultaba difícil saberlo con tanta sangre escurriendo por mis oídos. El respirar suponía una tarea titánica y ni hablar de intentar seguirle el paso a los guardias que me arrastraban por el duro y áspero suelo de grava.

Albedo iba marcando la marcha, esa horrida sonrisa chueca de dientes amarillos, producto de sus muchos años de fumador, representaba una tortura peor que los ciento cincuenta latigazos recibidos. Era un monstruo, todos ellos lo eran. Y yo solo era otra presa más del montón de huesos que adornaban sus mansiones repletas de cabezas de animales.

Iba a servir de ejemplo para todos los demás esclavos. Recordarles que no podían oponerse a la voluntad de sus amos, que su felicidad residía en el placer de su dueño y que el mayor obsequio que recibirían de ellos sería un castigo. Yo sería el mártir con el que lograrían la absoluta sumisión y obediencia, y a mí no me quedaba de otra que aceptarlo con resignación. Tragar esa pesada bola de angustia y frustración que no hacía sino provocar más mi llanto.

Ni siquiera sabía si había cumplido ya los dieciséis, pero estaba seguro de que este era el peor cumpleaños de mi vida, o de mi muerte. 

Tal vez no fuese tan malo morir, pero mi castigo estaba lejos de terminar. Ellos querían alargarlo lo más posible, que los esclavos, cada vez que salieran a acompañar a sus amos, se escarmentaran al verme colgado y moribundo en la plaza. Siendo carcomido por el sol y picoteado por las aves carroñeras. Alucinando, vomitando y deshaciéndome entre mis propios desechos.

Porque la muerte no es bonita.

Cuando te mueres, todos tus músculos se relajan y todo lo que antes se mantenía dentro de ti termina saliendo escopetado de tu organismo de la manera más repugnante posible. Vomitas, te orinas y tus órganos se licuan mientras aun sigues mirando a tus seres queridos a la cara, gritando desaforadamente y llorando sin lograr emitir más que patéticos balbuceos inentendibles.

Eso iba a pasarme y harían todo lo posible porque mi dolor durase semanas.

Sentí como me aventaban contra la enorme cruz de madera y ataban lo que quedaba de mis muñecas a sus extremos con lo que parecía ser alambre de púas, continuando con mis tobillos y el frente de mi cabeza.

Oía burlas, risas macabras y el constante golpeteo de un martillo sobre algo metálico, ansioso por algo. Y ahí lo sentí. Creí que no podía ascender más en la cruda escala de dolor, pero me equivoqué. 

The crack: Mi sistema fracturado.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora