El principio de un fin nunca es tan trágico como lo imaginamos, los acontecimientos llegan casi tan despacio en una efímera corrida de las agujas del reloj.
Por ejemplo, el infierno más cálido que visité alguna vez comenzó a arder ese día de diciembre a las siete de la mañana sin exactitud por primera vez en mis cálculos de reloj, con el sol pegándome en los ojos y siendo el día más horrible de mi vida.
Los ojos verdes de esa extraña intentaban controlar los míos que se cerraban por la cantidad de sustancias que corrían por mis venas y por la irritación que les dejaba una capa escarlata y unas pupilas como una moneda de dos pesos.
Yo me había despojado de mi firmeza intacta hacia años, de mis creencias que predicaban a Ortega como mi salvadora. Esa noche, la idea de que no estaba el Sherlock Holmes que siempre habitó en mí, terminó de destruirme, mi mandíbula temblaba al igual que la aguja más fina del reloj que se agitaba una y otra vez a cada milisegundo.
No había Sherlock, tampoco un amor heroico como mi ilusión con Ortega, esa noche de invierno estaba la predisposición y amabilidad de la mujer que le di un Pall-Mall el día que perdí a Watson de vista por largos meses. Y si ella no hubiera estado en mi noche como un farol de Buenos Aires, no sé que hubiera sido de mí.
Mi llanto era tan descontrolado como la sangre que caía por el tabique de mi nariz fruto incipiente de la herida abierta en mi frente por darle tantos cabezazos a la barra.- Quédate quieta, mierda- Decía la mujer de cabellos azabache, con el delineado haciendo de sus ojos verdes una obra de arte egipcia. Su exclamación no era para nada violenta, si no más bien, iba cargada de quejas. Ágata Ortega me hubiera tirado en la cama hasta el día siguiente sin importar la profundidad de mi herida, ni la gravedad de mis sentimientos. Pero Zulema se tomó el tiempo de salvarme la cabeza en todos los sentidos. Sus rodillas chocaban las mías, temblorosas y casi igual de huesudas en el momento que se sentó en frente mío y tomó mi rostro para curarme la herida. A pesar de los narcóticos que yo llevaba encima, podía sentir la suavidad y la electricidad de esas pequeñas y pálidas manos. De fondo, la canción que gritaban los equipos de audio del bar era totalmente contrapuesta a la escena.
Desde el primer día en el que conocí a Zulema, ella podría haber hecho cualquier cosa conmigo en aquel estado deplorable y angustiante en el que me encontraba. Pero decidió darme una mano, sin intercambio alguno, sin intentar sabotear ninguna misión que estaba en mis manos esos tiempos, como Ágata sí lo hacía. El amor de Ortega se basaba en qué tan interesantes eran los casos que llegaban a mis manos, porque cuando llegaban al despacho y podía husmear libremente, no se tomaba el tiempo para mí, como lo hacía yo para con ella todos los días de mi vida. Pero cuando los casos estaban en mis manos, debía conquistarme con su femineidad para obtener el absoluto poder sobre ellos.
Todos tenemos una trampa, un placer culposo que nos rasga al medio y nos caga como el pájaro de arriba del pino.
Ágata había sido mi placer culposo pero a partir de esa noche, la primera cualidad se desvaneció, siendo sólo, un vínculo culposo hacia mi misma.— Que te has abierto la nariz en dos partes, tía— masculló la española sosteniendo mi rostro con firmeza. De entre sus dedos chorreaba la sangre que la herida abierta de mi nariz derramaba, mis balbuceos no eran capaces de juntar ni siquiera dos sílabas y mis ojos se cerraban ante los suyos, en constante alerta, tan predispuestos a ayudar.
A brindarme una mano, como nunca antes lo había hecho. Esa noche, mi compañero fiel se ausentaba, mi orgullo también. Aquella mano que me curó la herida en veinte minutos, tenía puras y sinceras intenciones, quizá en agradecimiento a la estadía que mi padre le había brindado esa noche de tormenta torrencial.
La enfermedad de los medios masivos de comunicación parecía avanzar con el pasar de los años y mi creciente fama sin intenciones de mi parte, los periodistas absorbiendo con su prensa machista y amarillista, se arrancaban los pelos por intentar obtener algo más de mí. De una mujer rozando los cuarenta años, de la que solamente obtenían lo que la justicia les brindaba acerca de los casos en mi agenda. Mi vida era cuidadosamente privada ante la prensa, por lo que una fotografía mía, con la nariz rasgada en sangre y bajo el efecto de las drogas, valía incluso más que una decena de anillos de oro puro en el siglo XXI. Una sola fotografía de mi desgracia esa noche, podría estabilizar la economía de Zulema en un abrir y cerrar de ojos, pero para ella, valió más darme una mano sincera y cálida como aquella que me sanó con certeza en todo sentido.
La pureza del corazón de alguien, siempre da esperanzas aún así en el fondo del abismo más oscuro y helado en el que puedas haber caído y Zulema me fue tan pura en ese momento.
Éramos dos extrañas, con las miserias cargadas en los huesos de la espalda que se sostenían con la construcción de una personalidad forjada por el pasar de los años, y a decir verdad, la mía era tan inestable que se apoyó en la suya. El tiempo junto a ella era ambiguo en el prodigioso sentido que parecía detenerse entre las partículas del aire pacífico, pero a la misma vez, pasaba tan rápido que me fueron efímeras en el almacén de recuerdos las horas transcurridas desde que mi nariz dejó de sangrar hasta que aparecimos en la terraza más alta del edificio que tenía como planta baja al bar de mis padres. De esas horas, no tengo recuerdos, tampoco me interesa ahondarlos, porque la escena del amanecer, me fue suficiente para recordar a Zulema y a ese día como un antes y un después, en el medio de un renacimiento.La belleza era absoluta empezando por el gran sol que amanecía una otra vez en medio y por sobre nosotras, cargado de magia y ardor suave que purificaba la piel de ambas, una Madrid un tanto desolada, los transeúntes casi que dormidos sobre el volante, las calles con una escarcha partida en el asfalto producto del frío y la humedad de la tormenta de la noche pasada.
Mis lágrimas ya habían cesado hacía un gran rato, por lo que no tenía nublada la visión y podía ver con claridad el pantano admirable entre la iris de los ojos verdes de Zulema, visitado por el anaranjado del sol debajo de su femenino y prolijo delineado tan negro como su cabello lacio.
En sus manos pálidas y pequeñas, al igual que yo llevaba un sándwich tostado de cuatro quesos, un tanto quemado y raspado por el cuchillo para disimular y disminuir cuánta materia chamuscada había generado el no saber manejar la tostadora del bar. Pero desde primer momento, entre nosotras lo que valió fue la intención.— Cuánta era la pena con la que cargabas anoche— mi acompañante decidió romper el silencio congelado construido hacía horas. Su comentario era una exclamación suave sin apuntar con el dedo o una guillotina para que yo abriese la boca y le contara algo.
Apenas asentí, con el viento pegándole en la cara y mirándola de reojo, parecía que el ardor devoraba las paredes internas de mi garganta y mis cuerdas vocales.— ¿Y... Es normal?— Zulema volvió a romper el silencio unos minutos después de mirarme con detenimiento, como si estuviera evaluándome con sus ojos verdes, mi ser no sentía molestia ante esa mirada y una charla insistente de su parte, es más, me caía extrañamente bien obtener atención por parte suya.
— ¿Marchitarse de vez en cuando? Claro que sí, pero ésta vez estoy caí mil metros bajo tierra de una excavación profunda. Estoy partida en dos partes enteras, perdí a mi mujer y a mi esencia más pura— respondí sin ser capaz de mirarla a los ojos hasta que sentí la obligación porque ella no respondería hasta obtener mi mirada.
— ¿Sabes qué es lo bueno de estar en la excavación más profunda del mundo?— me preguntó con una sonrisa creciente, incapaz de brindar un abrazo o un suspiro de melancolía como lo haría Watson o mi hermana Dalia. Esa mañana a su lado, tuve un dejavú, Zulema describió mi angustia tal y como la había pensado en una frase con apenas quince palabras. Ella supo leerme y quizá era cosa del destino nuestro— Que es la única manera en la que se llega al tesoro.
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𝐍𝐈𝐑𝐕𝐀𝐍𝐀-𝐙𝐔𝐋𝐄𝐌𝐀
Fanfiction"María Eva Spinetta era mi verdad absoluta. Mi estado de plenitud, la abolición de sufrimiento y castigo. Mi éxtasis y mi luz. La liberación de mi alma y su unión con la divinidad. María Eva Spinetta era mi nirvana".