-Cristian en multimedia-
No hay sonidos en la oscuridad salvo por el ligero canto de un grillo. Dentro de la casa reina el silencio y la tranquilidad. Los críos se fueron a la cama hace ya más de tres horas; son las dos y media de la mañana. Ando a hurtadillas mientras me acerco al porche, siguiendo la espalda de Javier. Ha llegado el momento. Llevo temiendo que me alcanzara este día desde hace más de un mes y ahora me da igual, estoy vacío por dentro, no siento absolutamente nada. No sé cómo es capaz mi cerebro de mandarle órdenes a mis piernas y hacer que se muevan, ni siquiera soy capaz de pensar con claridad, de lo único que estoy seguro es que no debo perder de vista a Javier. Me doy en la pantorrilla con el primer escalón del porche.
-¡Ten cuidado imbécil! –me susurra José detrás de mí. Está cabreado porque he intentado retrasar esta locura todo lo posible, y lo logré durante tres días, pero no pude fingir por más tiempo que estaba enfermo cuando se molestaron en suministrarme analgésicos.
Trato de fijarme en lo que hago, en cada paso que doy. Obligo a mi mente a despertar de este sopor en el que me encuentro, ahora necesito tener las cosas claras. José nos lanza órdenes con señas a Cristian y a mí. Antes de entrar repasamos su plan, ésta es la señal para que los dos subamos a los dormitorios a drogar a los chicos mientras él y su hermano se dedican a saquear la nevera. Miro la sombra que es Cristian, está todo oscuro, pero puedo ver un brillo en sus ojos, son la prueba de su sonrisa. Está deseando poner sus sucias manos encima a esas chicas. Me adelanto a él, si puedo, evitaré que les haga daño. Subo las escaleras más deprisa de lo aconsejable, mis pasos suenan estridentes en contraste con el mutismo de la casa. Abro la primera puerta que me encuentro, a mi derecha, sólo me basta una pequeña rendija para darme cuenta que aquí no están. La segunda puerta ni siquiera me molesto en tocarla, esos ronquidos son demasiado fuertes, por lo que me dirijo a la siguiente. Está vacía, y falta una cama. Así que ya no hay equivocación posible. Me dirijo al cuarto y último dormitorio. Me fijo en la puerta por primera vez. Echo un vistazo al resto del pasillo para verificar que todas son iguales, tan antiguas. Cristian está muy quieto en medio del pasillo, sé que me observa aunque no pueda verle la cara, está enfadado, lo noto, su cuerpo irradia hostilidad, pero ahora no puedo echarme atrás. Tomé una decisión y seguiré adelante.
Presiono el picaporte de la puerta, que chirría ligeramente. No recuerdo si las otras puertas también hacían tanto ruido. Abro lo justo para que quepa mi cuerpo y vuelvo a cerrar a mi espalda. No le pienso dar la oportunidad de acercarse. Observo los cuerpos tendidos sobre las camas, la luz que entra por la ventana me ayuda a distinguir a las chicas. Avanzo hacia su cama muy despacio, intentando por todos los medios no entrar en el haz de luz. De repente me quedo paralizado. Esos ojos, sus ojos, observan la ventana, brillan de un extraño color plateado. Está despierta. No parece darse cuenta de mi presencia. Pero me parece imposible que no escuchara el picaporte crujir bajo mi mano, ni la puerta rechinar cuando la abrí. No puedo pensar en éste momento. Sólo me viene una imagen a la cabeza, una pequeña de ojos enormes, rostro diminuto y sonrisa fácil. Leyla. Meto la mano en mi bolsillo, sin nada más en la mente que el recuerdo de mi hermana, saco el pañuelo impregnado de cloroformo que me dio José y me acerco a ella, inminente.
Es como si sonara un tic, como si de repente se hubiera despertado de un sueño. En un segundo pasó de mirar la luz a mirarme a mí, y lo vi. Vi el miedo en sus ojos, el terror. Sus manos agarran las mías, tiran de ellas, aunque sin fuerza. Poco a poco veo cómo le va haciendo efecto la droga. Noto que relaja sus dedos como garfios entorno a mis muñecas hasta que al final las deja caer. Sus ojos no dejan de escrutarme, con el pánico reflejado en ellos. Sin embargo, algo cambia. Justo cuando los párpados le empiezan a pesar por el cloroformo, su mirada cambia. Frunce levemente sus pequeñas cejas, ahora me observa… ¿con incredulidad? Noto que todo vibra, ¿es un terremoto? A lo mejor soy yo. Por fin se le caen del todo los párpados, liberándome de su intensa mirada. Cuando me incorporo de nuevo me descubro respirando más rápido de lo normal. La observo. Cómo es posible que una niña sea capaz de hacer temblar el suelo bajo mis pies. Parece plácidamente dormida, y eso podría creer cualquier persona que la viera, de no ser por la posición de sus brazos, uno sobre su vientre con la palma hacia arriba y el otro colgando por el borde de la cama. Me vuelvo, incapaz de seguir mirándola. Repito el procedimiento con las otras chicas sin incidentes, puesto que ellas sí estaban dormidas. Javier entra, me va a ayudar a llevarlas a la camioneta. Automáticamente levanto a la chica… Aria, ese es su nombre, y sigo a Javier.
Llevamos horas en camino. La casa que alquiló José para mantener a los chicos encerrados está a poco más de cinco horas de El Castañar de Aracena. Siento un vacío dentro de mí, los pulmones pesan más de lo debido, me cuesta respirar. Nada más arrancar el coche desapareció el subidón de adrenalina que me ayudó a seguir adelante con toda esta locura. Automáticamente me empezaron a sudar las manos, comencé a respirar entrecortadamente y a llorar. Para mi enorme vergüenza, me pasé más de la primera hora de viaje junto a Cristian, llorando. Por mi mente no dejan de cruzar imágenes de esos chicos, en los asientos traseros del furgón de José, tan bien colocados, de forma que parezcan dormidos en vez de drogados, es espeluznante. Y las chicas. Esto es aún peor, porque ellas están justo detrás de mí, desmadejadas. Tres niñas aparentemente dormidas, tan quietas, con las respiraciones tan lentas y la piel tan pálida que si alguien se fijara en ello lo primero que pensaría es que están muertas. Ni siquiera las he mirado desde que salimos. No me hace falta, yo mismo ayudé a colocarlas en sus asientos y a ponerles los cinturones de seguridad, después de haberles atado las muñecas con las bridas de plástico de Cristian. Éste no ha dejado de lanzarme pullas y miradas asesinas desde que me subí a su camioneta.
-Eres una mierda, ¿lo sabías? –sí, lo soy, no hace falta que me lo recuerde nadie, la certeza de que no valgo más que la basura está clavada en mi mente, una enorme espina que pesa sobre mi espalda, en ese punto de ella donde nadie alcanza con las manos. Y sé que yo no podré arrancarla solo-. Sí, sigue llorando, eso es lo tuyo. Jodido blandengue –no me había percatado de la lágrima que ahora cae por mis mejillas. Una sola lágrima. Debo de haberme quedado seco de tanto llorar-. Te diré algo inútil –y aprovecha un Stop para volverse sobre su asiento y mirarme a los ojos-, la próxima vez que te metas en mis asuntos te daré tal paliza que ni tu estúpida hermanita te reconocerá –y entonces algo estalló dentro de mí en ese momento. Ni siquiera soy consciente de mis actos. En un segundo el cinturón de seguridad que me ata al asiento está suelto, y mis dedos sujetan con fuerza la garganta del chico que acaba de mentar a mi Leyla. Una furia desconocida corre ahora por mis venas. Una furia desconocida y sin sentido.
-Escúchame tú a mi –susurro junto a su oído. Sus manos sueltan el volante y agarran las mías, está sorprendido-. La próxima vez que escuche que tu sucia boca se atreve a hablar sobre mi hermana o a nombrarla siquiera, te romperé las cuerdas vocales, ¿lo entiendes? –en el fondo no comprendo la situación. No entiendo cómo mis manos llegaron a su cuello, ni cómo mi boca pronunció esa amenaza. La idea de cumplirla se me hace insoportable. Cristian sigue forcejeando, pero lo ignoro por completo; ésta furia mía me hace más fuerte, implacable-. ¿Lo entiendes? –repito. Sigo hablando en susurros, lo que me hace estremecer. Y a Cristian también. Asiente mirándome a los ojos. Cólera contra pánico. Nunca lo había visto tan asustado, y eso hace que note un sabor dulce en la boca, me encanta saber que soy yo quien le produce ese miedo.
Le suelto y vuelvo a mi asiento. Me pongo el cinturón de seguridad. Cristian sigue en estado de shock; yo también estoy algo impresionado por mi reacción. Me miro las manos, están rojas del esfuerzo. Noto que se me está pasando el enfado. Ahora no puedo volver a mostrarme débil.
-¿Arrancas o qué? –le exijo. Veo sus manos temblorosas manejar la palanca de cambios, su cuerpo tenso, su mirada al frente, su labio inferior tiritando. Me doy cuenta de una mancha roja en su cuello. Vuelvo a mirarme las manos y lanzo un profundo pero silencioso suspiro.
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Rapto
Teen Fiction"Vas a ir a la cárcel... lo que has hecho conmigo tiene un nombre, se llama secuestro. Has secuestrado mi corazón y ahora no soy nada sin ti"