Cuento las grietas del alma mía. Una, dos, un millón. Mi corazón arrancado por la misma boca del lobo, mis pensamientos revueltos cuál hilos.
Mis pies revolotean al son del compás del piano, un frío aire se cuela entre mis dedos y el cuarto se ilumina de color rojo.
Gritos desgarrados, olor a putrefacción y almas en pena atadas a la perdición. Hombres castigados por la necesidad. Mujeres obligadas por la lujuria del amor. Reyes y reinas consumidos por la arrogancia y avaricia. Escritores y filósofos caídos rendidos ante el poder del conocimiento. Desalmados apoderados por la ira. Padres y madres tomando la vida de sus hijos. Brujos y hechiceros rondando sin respeto al nombre de Dios.
Una nube cubre mis ojos, mi boca seca y mi olfato destruido previamente.
Mi cuerpo entero se siente cuál pluma cayendo del ave. Una hoja seca precipitándose al asfalto.
El mar de lamentos retumbando como tambor me anuncia en presencia.
La luz roja torna a naranja y junto a ella aves con alas grandes rodean el inexistente cielo.
Maullidos arrancados del mismísimo sufrimiento de las bestias más temibles acompañan esta pieza ancestral.
Enanos caminando con piernas rotas y ríos de sangre hirviendo.
Gotas saladas resbalan mi frente y caen en las cabezas de aquellos hombres que anhelaban por la paz eterna.
El calor hace que vea borroso y una mancha roja aparece en el centro.
Fuego brota de él y mujeres desnudas danzan alrededor de las fogatas hechas de lava.
Niños cayendo a las brazas del sueño y esperanza. Viejos comiendo la carne de lo que resta de vida.
Mi cuerpo flota más alto.
Y el desastre culmina.
Cuerpos negros golpeándose entre sí.
Desgarrando almas a más no poder.
El piano suena en lo más alto.
Gritos, más y más gritos.
¡Oh dulce agonía! ¡Oh dulce perdición!
Mujeres con dientes filosos desgarran los cuellos de sus amantes.
Hombres con garras de tigre despellejan sus enemigos.
Niños y niñas llorando y corriendo hasta caer al dulce fuego.
Caballos trotando y pisando todo a su alrededor con sus colas ardiendo cuál madera.
El sonido de una risa que eriza la piel se presenta.
Cuento nuevamente, dos, tres millones.
Un agitar mío hace que resbale.
Mi ojos se nublan.
Y mi cabeza sale volando al otro mundo.
Al menos no escucho ya, los gritos desgarrando mi pecho.
Sólo queda la misma decepción de abrir los ojos y la luz desaparece.