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Llega a ser sorprendente la rapidez con la que Annaís corresponde ese beso, aunque hacerlo no significa que quede perpleja en el instante en el que siente la boca del señor Hood sobre la suya. Sus dedos se cierran en el reposabrazos del mueble que se interpone con pesar entre ellos y todo el aire se le escapa de los pulmones mientras el moreno le sostiene la mejilla con la otra mano, presionando su nuca con la otra y aproximándose a ella todo lo que el asiento le permite.

Balancea sus labios en un movimiento pulcro y denso, con una lentitud erótica que roza la parsimonia y los vestigios de un deseo que la hace sentir casi asfixiada.

No sabe desde cuándo está repasándole las esquinas de la lengua con la suya, ni mucho menos tiene consciencia de en qué minuto logró empujar el músculo entre sus comisuras.

Lo único que sí sabe es que el oxígeno no le está llegando a los pulmones ni un poco y que el sofá no será suficiente para contener el inesperado anhelo que empieza a cosquillear en la parte más baja de su vientre. Asimismo, su noción de dónde ha quedado el plato con los restos de sushi es sumamente nula y todo en lo que puede enfocarse ahora mismo es en dejarse besar por un empresario que la empuja cada vez más cerca.

El señor Hood ladea la cabeza por su propia cuenta y un jadeo termina perdiéndose entre sus gargantas cuando le mordisquea con suavidad el labio inferior con la intención de profundizar sus caricias.

La besa mucho, demasiado, hasta que sus comisuras se aprenden los pasos de ese tango pasional sin melodía y una tonalidad de fervor, hasta que las entrañas de la castaña están temblando al igual que sus dedos cuando los alza para sostenerse a hombros anchos pero estilizados y cubiertos por una camisa que ahora mismo —uno que Annaís clasifica como un pensamiento intrusivo— le parece un estorbo, hasta que se encuentra a sí misma medio mareada y con la cabeza nublada y repleta de imprudencias que le calientan el rostro y el centro del pecho.

El corazón le late en todos los músculos del cuerpo, en la circulación, en ese espacio en lo más hondo de sus tripas qué pasa a un estado de incandescencia tan exorbitante que por un momento cree que va a desfallecer.

El aire se le atasca en el cielo de la boca en el segundo en que el moreno le sujeta el rostro con más firmeza, hundiéndole las yemas en los pómulos quemados, en las esquinas de piel más cercanas a su nuca y los mechones de cabello ondulado que se extiende por la zona.

—Se-señor —se las ingenia para pronunciar entre sus atenciones, sofocada contra su cavidad y un pecho que se ha acercado al suyo en un misterioso momento.

Se llega a aplastar tanto contra ella, que por un segundo fugaz, Annaís no puede distinguir si los latidos que le chocan la caja torácica le pertenecen al moreno o a sí misma.

Por otro lado, el empresario tararea ante el título, o quizás lo hace por algún otro motivo que la muchacha desconoce y que de todas formas ignora al enfocarse en el modo en que se aparta de ella por un milésima de minuto.

Deja picoteos húmedos que ilógicamente la tienen buscando mucho más que eso, que le vuelven papilla el razonamiento y provocan que en su cerebro se acumule cierta estática que no la deja pensar, que le prohíbe hacerlo. Aprovecha las breves interrupciones entre cada caricia para inhalar tanto como sus pulmones lo necesiten, hinchando el pecho y desinflándolo con rapidez errática y propensa a sofocarla mucho más.

Este debería ser el momento perfecto para apartarse de él y preguntarle qué rayos están haciendo ahora. Sin embargo, y siendo totalmente lo contrario a lo que su instinto le informa que es razonable, la joven universitaria se aferra un poco más a los hombros del hombre de piel tostada, sosteniéndose contra la firmeza de su pecho como si la tierra se fuera a abrir en cualquier momento y no se quisiera caer.

How to be a heartbreaker [#2] ♡ sugardaddy! [cth]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora