Prólogo

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—Me duele el estomago—la niña se encogió en la esquina de la casa.

—Toma—le ofreció el niño de siete años dándole lo único que había conseguido esa mañana, lo único que pudo robar en la tienda de la esquina.

— ¿Dónde lo conseguiste? Mamá aun no ha hecho la compra—dijo señalando la barrita energética.

—Eso no importa—susurró el joven haciendo omiso al dolor de su estomago—.Come.

La pequeña abrió la barrita y la partió por la mitad ofreciéndole la otra mitad a su hermano. Los dos la comieron lo más lento posible para así poder degustar cada trozo. Ellos ya sabían que eso iba a ser su comida de hoy, a no ser que su madre pudiese comprar algo con el escaso dinero que les quedaba.

Pero ambos sabían que eso no iba a ser posible, llevaban meses comiendo así.

Cuando el joven terminó, cogió el viejo balón de fútbol que había encontrado semanas atrás en el descampado. La pelota estaba sucia y rota por todas partes pero para Saúl eso era como un tesoro.

Salió y se sentó en suelo del parque. Cada día rezaba para que le pasara algo bueno, a él y a su hermana. Él la protegía siempre, intentaba que todos los días ella se pudiera meter algo de comida en la boca para que no pasara hambre.

— ¡Ehh tu!—exclamaron unos niños tres años más mayores que el.

Los tres llevaban camisetas de marca al igual que cada prenda que llevaban, en cambio el llevaba una camiseta grande que había encontrado al lado de la basura y unos pantalones pequeños que tenía desde hace años.

Iba descalzo, sus zapatillas las había regalado a cambio de un poco de comida en lata. El ya sabía que no iba a salir bien parado de todo esto.

— ¡Tu padre todavía no ha pagado al mío!—gritó el del medio.

—Mi pa- padre le va a pagar. So- solo necesita tiempo—Saúl agachó la cabeza

— ¡Eso es mentira, por eso vamos a darte un recordatorio de que nunca debes tardar más de la cuenta en pagar!—gritó el de la derecha que llevaba una camiseta negra con el logo de Nike

—Os daré mi balón, pero no me hagáis daño—suplicó el niño. Sí le pegaban no iba a poder ir a conseguir comida para su hermana y no quería que se enfermara

Los tres se empezaron a reír y sin compasión alguna el del medio le propinó una patada en el estomago haciendo que Saúl se retorcijara de dolor en el suelo. Para aquellos jóvenes eso era diversión pura, una manera de entretenerse. Los dos que quedaban siguieron el ejemplo del primero.

— ¡Hermano!—gritó la niña rubia de cinco años.

— ¡Anna! Entra en casa—suplicó el niño llorando. No quería que su hermana le viera así, ni tampoco quería que la hicieran daño.

Ella era lo único que tenía.

***

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Cien alas blancasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora