Tres cabezas, un incendio, un intruso

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Cole estiró sus dedos hacia adelante hasta que estos crujieron y volvió a tomar sus binoculares. Vigilaba desde el otro lado de la carretera con la paciencia de un cazador, y es que, en palabras simples, eso era. Un depredador.

Eran tres chicas. Tres jóvenes universitarias comenzando su lunes en una casa de campo, lo cual era una idea estúpida. Pero era un escenario perfecto, nadie notaría nada hasta haber terminado el trabajo. Se frotó las manos enguantadas, cuatro mil dólares por un juego como ese. Lo vió como algo divertido.

Había dejado el auto muy lejos para poder acercarse lo suficiente sin ser detectado. Revisó la hora, seis y media de la mañana. Cruzó la carretera, para acceder a la casa había que cruzar un río.

Iba disfrazándose al caminar. Una chaqueta azul con el sello de una empresa de alcantarillado y una gorra del mismo color componían su camuflaje. Como cualquiera que lleva años de práctica, Cole sacó una daga de su zapato con un ágil movimiento. Imaginó el filo cortando y desgarrando la suave y blanda piel. Se le hizo agua la boca.

Llegó a la puerta y golpeó tres veces. Una chica de rubios cabellos le atendió.

-¿Si? ¿en qué puedo ayudarle?-le preguntó después de mirarlo de arriba a abajo.

-Recibimos una queja la semana pasada, la cita para la revisión quedó agendada para la fecha de hoy-Cole habló sin titubear ni una sola vez. Y es que era un perfecto embaucador. Él podía contar cualquier cosa, cualquiera, y hacerla tan creíble que si tú fuiste testigo del mismo hecho, te hacía dudar de lo que tus ojos vieron.

-¿El señor Stevens no se encuentra?-preguntó Cole inclinándose un poco hacia la derecha para mirar al interior de la casa-¿te molesta si paso y hago mi trabajo? me tomó una hora llegar aquí-dijo con un tono amable mientras apuntaba algo en una pequeña libreta.

La chica le dirigió una mirada lasciva-claro, adelante-dijo con una sonrisa encantadora.

Que perra, no tiene ni idea de lo que le espera.

Entró a la casa y llegó hasta la cocina. Allí abrió las puertas bajo el mesón y comenzó a tantear las tuberías.

Tres, la rubia que le había abierto la puerta, una morena de extravagantes rizos sentada en el sillón y una esbelta y atlética asiática de ojillos perspicaces. Aún agachado, y como quien tiene años de práctica, desenvainó la daga y se levantó con la elegancia de un felino. La morena se comería su filo primero.

Y al igual que la flecha india del arco, la daga salió a gran velocidad de la mano de Cole, clavándose en el ojo de la chica.

La asiática se bajó del sillón y corrió lejos. Cole había previsto esa reacción y se abalanzó sobre ella. Habia ido hacia las escaleras. Él tiró de ella con mucha fuerza, causando que su rostro chocara contra el suelo.

Perdió de vista a la rubia.

La puerta no se había abierto, la chica seguía ahí adentro. Solo se le había escondido.

Sus pies no hacían ni el más mínimo ruido al moverse. Sin embargo, era la rubia quien llevaba la ventaja. Ella conocía la casa y además estaba oculta. Podía estarlo viendo desde donde fuera que estuviera metida.

Repentinamente Cole escuchó un ruido y sintió algo clavándose en su pierna derecha. La chica lo había atacado con un tenedor.

Se la quitó de encima con un rodillazo y la tomó por el cabello. Sus ojos negros y vacíos escrutaron los azules y llorosos ojos de su víctima.

En el eco de mis muertes siempre hay miedo.

La arrastró por el suelo hasta la sala y la arrojó al sitio donde había acomodado los otros dos cuerpos.

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