Las flores nunca me habían disgustado tanto como aquel día que mi casa se encontraba repleta de ellas. Las había de todo tipo y también de todos colores. El aroma era penetrante, como en primavera, pero no era primavera y tampoco estaba cerca de serlo. Las flores no se debían a una celebración y no eran un regalo.
Arranque una rosa blanca del enorme arreglo floral que estaba sobre el sofá, justo a mi lado, y que esperaba ser acomodado en la estancia; lo apreté muy fuerte en mi puño, hasta que el botón de rosa se deshizo en mi mano. Lo deje caer al suelo con coraje mientras derramaba unas cuantas de lágrimas.
Un par de mujeres atravesaron la sala, vestían negro de pies a cabeza y llevaban artilugios religiosos en las manos. Se detuvieron en el umbral, compartieron palabras entre ellas y me dirigieron una mirada que dejaba ver pena y desasosiego. Nunca antes las había visto, pero ahí se encontraban, en mi casa, o la que hasta ese momento era mi casa.
Quise gritarle a ellas y a todos que se largaran, que no quería ver sus caras, que me dejaran en paz, pero no tenía fuerza ni para seguir llorando. Me hundí más en el sofá, pero el arreglo floral me estaba molestando. Resople molesta. Me puse de pie y cogí las flores, las observé con rabia y las lancé con fuerza al otro lado de la habitación. Todos se giraron a verme con sorpresa, curiosidad y lastima.
Una mujer que para mí era una desconocida se acercó y me cogió de los hombros en un intento desesperado por tranquilizarme, pero lo único que estaba consiguiendo era hacerme rabiar más. Ella era una intrusa, una persona que venía a acabar con la poca estabilidad que me quedaba. Ya me habían robado lo más importante, lo que yo más quería, y ahora ella se encargaría de arrebatarme a mis amigos, lo poco que me quedaba. Me aleje con brusquedad ante la mirada atónita y penosa de los presentes y subí corriendo las escaleras hasta mi habitación. Me encerré ahí, no quería saber nada de nadie, estaba cansada. La mujer me había seguido y golpeaba con fuerza mi puerta para que la dejara pasar. No lo hice. Me escondí bajo las sábanas y me quede ahí hasta que mis ojos se cerraron debido al cansancio.
Desperté unas horas más tarde, con los rayos de luna filtrándose por mi persiana, anunciándome que la noche ya había caído sobre nosotros. Me incorporé y comencé a caminar con paso flojo al cuarto de baño, esperando que el agua me revitalizara. Quise buscar un pijama en mi armario, pero al abrir los cajones los encontré vacíos, entonces recordé que toda mi ropa se encontraba en maletas. Una bofetada por parte de la realidad, recordándome que tan sólo en unas horas volaría muy lejos de todo lo que conocía. Mis ojos se humedecieron y sentí deseos de llorar de nuevo, pero no lo hice. Decidí que iba a ser fuerte y que no volvería a derramar una lágrima más, aunque por dentro estuviera muriendo.
Olvidándome de la ducha, bajé por un vaso de agua, mi boca se sentía acartonada. En uno de los sofás vi la silueta de Aurélie, iluminada solamente por la luz emitida de la pantalla de su portátil mientras leía unos papeles de apariencia rugosa y amarillenta. La mujer sollozaba de manera lastimosa sujetando fuertemente uno de esos papeles. Supuse que se trataba de vieja correspondencia que alguna vez intercambiaron ella y mi madre.
Negué con la cabeza y seguí mi camino. Sentía que odiaba a esa mujer, a pesar de que no era culpable de nada, no podía sentir más que desprecio por ella. La veía como a una enemiga que intentaba quitarme lo único que me quedaba. Era la hermana de mi madre, pero eso no hacía que despreciara menos. Además, el parecido que tenían era demasiado y cada vez que la miraba a la cara no podía evitar pensar en mi mamá y en que ya nunca más la tendría junto a mí.
La mujer se percató de mi presencia y giró la cabeza para poder verme. Pude apreciar su rostro con claridad y se le miraba tan cansada como a mí. Después de todo Amelie era su hermana menor. Intentó esbozar una sonrisa, pero no lo logró muy bien. Sus ojeras estaban muy marcadas, incluso más que las mías, y su cabello se encontraba desarreglado. Una punzada de culpa se instaló en mi pecho, porque a pesar de que yo la había tratado muy mal, ella no hacía otra cosa que intentar reconfortarme. Supongo que lo mismo hubiese querido si fuesen sus hijos los que se encontraran en mi situación.
—Charlotte, ¿necesitas algo?
Rodé los ojos. Esa era una de las cosas que me molestaban, su disposición para ayudarme siempre. Lo que yo merecía era una bofetada, no palabras de cariño y compresión. Observe a mi alrededor, las flores seguían ahí. La rabia volvió a ser protagonista de mi vida y las ganas de lanzarlas a la calle me invadieron.
—Si, que tes deshagas de las flores —espeté con sequedad.
Aurélie abrió mucho los ojos, pero no dijo nada, sólo asintió y se dió a la tarea de quitar los arreglos florales de las paredes. No tenía sentido alguno quitarlos, ya que yo dejaría la casa en cuestión de horas y la gente de bienes raíces se harían cargo de ellos. Pero no quería despertar al día siguiente y ver todas esas flores. No quería recordar el funeral, ni tampoco los rezos que se hicieron después del sepelio. No quería recordar esos momentos tan tristes y difíciles.
Después de beber agua subí de nuevo a mi habitación y me dejé caer en la cama. Con unas cuantas maniobras logré sacar de debajo la misma una caja de zapatos en la que guardaba todo tipo de recuerdos: entradas para el cine, cartas de amigas, stickers, pulseras rota y la primer biblia que mis padres me regalaron. La tomé entre mis manos y la observe en silencio por varios minutos. Mi familia siempre fue muy católica, así que crecí bajo el yugo de unos padres tradicionalistas. Asistía a misa cada domingo y vestía como se supone debe vestirse una señorita decente, también acudía como voluntaria en el comedor comunitario de la iglesia y rezaba cada noche antes de dormir. ¿Y de que me había servido todo eso? De absolutamente nada.
—No es más que una mierda —murmuré entre dientes.
Si mis padres me hubiesen escuchado hablar de esa manera seguramente me hubieran castigado por un año entero, pero ellos ya no estaban y nunca más regresarían. Podía maldecir cuantas veces quisiera y a quien quisiera. Podía maldecir a la biblia, a la religión, a Jesucristo y a Dios si así lo deseara. Ellos no hicieron nada por mis padres y no estaban haciendo nada por mí.
En un arrebato de coraje salte de la cama y salí casi corriendo de la habitación. Para mi suerte Aurélie ya no estaba en la sala y tampoco lo estaban las flores. Me adentre en la cocina sin siquiera encender la luz, conocía cada rincón de la casa de memoria y podría andar en completa oscuridad sin problema alguno. Encendí la estufa y metí una esquina del libro en el fuego, después lo dejé en el fregadero para que terminara de consumirse. La luz de las llamas era lo único que iluminaba la habitación. No aparté la vista ni un sólo momento, quería ver como se consumía cada pedazo de ese libro. En él deposite todas mis creencias, también todas mis esperanzas y de nada me había servido, sólo fue una perdida de tiempo. Ahora me encontraba completamente sola y tendría que abandonar la ciudad en la que nací y crecí para irme a vivir con una familia a la que sólo había visto una vez en toda mi vida. Tendría que dejar atrás a mis amigos, tendría que olvidar todo lo que hasta ahora había sido mi vida.
Lo había perdido todo…
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The passing of love
RomanceUn trágico suceso cambia por completo la vida de Charlie, nuestra joven protagonista, forzándola a dejar su hogar, sus amigos y su país. En su nuevo hogar descubrirá un oscuro secreto familiar que terminará por trastocar su vida y deberá luchar con...