{ VII }

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Capítulo 7

El árbol de la vida... la vida que llevamos se ve reflejada en el tronco que crece en dirección al cielo. Y Mew había querido vivir a lado de Gulf, estar con él y con su pequeño cachorro. Pero no contaba con el férreo e irracional orgullo de su Omega que era el mismísimo príncipe del infierno, un ángel caído rebelde que no era bienvenido en el cielo y que por ende, estar juntos era imposible. O al menos eso era lo que había decidido Gulf. 

Le dolía, y es que en la siguiente vida... tampoco podrían estar juntos. Era bien sabido que cuando un alma gemela daba voluntariamente su existencia para garantizar la existencia de la otra, el ciclo de encontrarse en cada vida se rompía, y Mew, con tal mantener a salvo a Gulf y a su bebé era capaz de aceptar jamás volver a verlo.

Tan solo debía ofrecer su vida en aquel mítico árbol para que su Omega se liberara de la maldición que morir al ser "rechazado" por su Alfa, "Juro por Dios que jamás te rechacé, cariño mío", pensó Mew mientras lloraba inconsolablemente al pie del frondoso árbol. No quería cuestionarse el motivo por el cual habían tenido que vivir aquello, solo quería que Gulf y el hijo que llevaba en su vientre estuvieran bien, los amaba tanto que ya nada más importaba. Confiaba en que su preciosa alma gemela podría criar a su hijo sin problema alguno. "Me hubiera encantado conocerse, pequeño cachorro", dedicó un pensamiento a su bebé sabiendo de ante mano que su hijo jamás podría escucharlo.

Se hincó frente al árbol, y empezó a rezar, su oración no era una cualquier plegaria, en ella agradecía lo que el señor bondadoso le había otorgado y pedía que con su poder divino tomara su esencia en sus manos a cambio de salvar a su querida "silus megabori". Imploraba que el señor celestial tomara en sus sagradas manos su esencia y la desintegrase para siempre y que de esa forma el alma de Gulf... Lucifer fuera liberada de perecer en la eterna oscuridad y se salvara junto con su hijo. El hijo de ambos.

"Padre mío... invoco a tu infinita misericordia e imploro que..."

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Un descomunal perro negro de tres cabezas y cola de serpiente dormía como un dulce cachorro en la principal puerta del infierno, había caído en un plácido sueño debido a la melodía que la flauta del ángel Gabriel había producido. Había dudado que Asmodeo le dijera la verdad, pero considerando que ese demonio era la representación de la lujuria, quizás mentir no estaba dentro de su esencia.

Sin embargo, el can era su menor preocupación, ahora tenía delante de él una legión entera de demonios rodeándolo. Sin la autorización de Lucifer, no iba a pasar, esa era la orden, y al no tener protección, lo seres demoniacos podían hacer con ese ángel lo que quisieran. Un ángel abatido en el infierno se antojaba como una idea muy satisfactoria para todos los demonios.

Pero Metatrón y Lucifer lo necesitaban, no podía simplemente irse o dejarse vencer. Eran muchos, pero él tenía el poder de su padre celestial. Un poder divino que podía hacer frente a cualquier ente de oscuridad. "Dios conmigo, quién contra mí", murmuró mientras envainaba su espada dispuesto a dar pelea, no obstante toda la tensión en el ambiente quedó en pausa cuando la voz de un demonio de alto rango se hizo presente.

- ¡Alto! –

- Señor... - el resto de los soldados malignos se hincaron cuando Asmodeo llegó a la zona que estaba a punto de convertirse en el campo de batalla.

- Nuestro príncipe lo espera, arcángel Gabriel – dijo con sensualidad impregnada en su voz.

- Pero él mismo señor Lucifer había negado su entrada – un demonio joven habló sin pensar en las consecuencias que le traería desafiar a Asmodeo, uno de los siete demonios más fuertes del infierno.

Pobre diabloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora